miércoles, 24 de junio de 2015

Heimlich*


Gabriela había decidido que con aquella comida terminaría la temporada de pesadilla que estaba viviendo. El café que degustaba, fino y recién molido, significaría un punto final a todo aquello. Recién cumplía su cuarto mes sin empleo. Había renunciado al anterior, como correctora de estilo para la editora de gobierno del estado, tras la promesa de uno nuevo, en una editorial de prestigio, en donde se desempeñaría cotejando y corrigiendo traducciones: un trabajo mejor pagado y más sencillo, que le permitiría enfocarse de lleno en su obra; al final, y tras una fusión entre esa empresa y otras trasnacionales del ramo (merging, según decía el último, escueto, correo electrónico que recibió), el puesto que le habían ofrecido desapareció, dejaron de contestar a sus correos y hasta el conocido que la había buscado para el trabajo cesó de recibir sus llamadas y aparentemente la bloqueó de Facebook y de Whatsapp.

De haber sido otras las circunstancias que rodearon su renuncia, seguramente hubiese intentado recuperar su antiguo empleo, pero había partido con bombo y platillo, prodigando una larga retahíla de hirientes insinuaciones a quien fuera su jefa directa, quien se sintió gravemente insultada. Insinuaciones, todas, pensadas y bien merecidas. Había partido, pues, como una heroína para sus compañeros, quienes, agazapados en sus respectivos cubículos, sintieron por primera vez defendidos sus derechos. Alguien, incluso, no pudo evitar aplaudir. Fue un solo aplauso, incipiente, que se apagó enseguida, pero que todos notaron. Al dejar aquella bodega húmeda y oscura, respiró largamente, sonriendo, y no pudo evitar sentirse un poco superior a los compañeros que había dejado atrás.

Aquel mismo, funesto, día se agotaba el período de su beca del PECDA; aún no había entregado el trabajo final: le faltaba concluir y pulir el último cuento de la serie proyectada, pero tenía confianza en que podría aprovechar para ello las varias horas diarias de las que dispondría a partir de su renuncia, y terminaría justo a tiempo para integrarse a su nuevo espacio laboral. Todo tenía cariz de miel sobre hojuelas (frase esta última que ella había eliminado varias veces del cuento en el que trabajaba, por considerarla trillada y banal). Pero fue sólo llegar a su casa, y ese futuro imaginario comenzó a derrumbarse.

Gabriela pensaba en eso, en todo eso al mismo tiempo, cuando un comensal cercano se levantó con la cara morada de asfixia. Sus compañeros de mesa dejaron de reírse y comenzaron a gritar pidiendo auxilio. Gabriela salió disparada de su asiento. “Con permiso, con permiso”, dijo, y avanzó entre los mirones que se amontonaron con rapidez. La obstrucción parecía grave; el sujeto ya no tosía ni emitía ruido alguno; estaba claramente a punto del desmayo. Sólo de verlo supo que sería imposible rodearlo con los brazos; las compresiones tendrían que ser torácicas. “¡Soy Gabriela González y conozco primeros auxilios!”. En un solo movimiento, ella jaló al sujeto y colocó una silla entre él y la mesa. “Usted, señor, el de celular; llame al cero sesenta y cinco y notifique que están sufriendo una asfixia por atragantamiento en el restaurante Bianco; mencione la dirección”. Inclinó al enorme tipo sobre la silla, le dijo: “Permanezca tranquilo, voy a intentar expulsar la obstrucción”, y empujó: “¡Uno!”, mississippi, “¡dos!”, mississippi, “¡tres!”, mississippi, “¡cuatro!”, mississippi, “¡cinco!”, mississippi, “¡uno!”, mississippi, “¡dos!...”. Una masa irreconocible salió disparada de la boca del afectado y cayó justo en el florero de cristal que funcionaba como centro de mesa. Algún observador hizo mentalmente la analogía con un pez de carne deshaciéndose en su pecera. El hombre jaló aire con grandes ademanes y recuperó su color rosáceo casi enseguida. Gabriela lo instó a sentarse en medio de una lluvia de aplausos, que a ella le provocaron mucha pena.

Cuando minutos después llegaron los paramédicos, quienes procedieron a realizar un chequeo rutinario, todo parecía estar en orden. Le dijeron al sujeto en cuestión que había tenido mucha suerte; que estuvo cerca de morir asfixiado; que tuviera más cuidado al comer. Él volteó a ver a Gabriela, le dio encarecidamente las gracias y se presentó: “Genaro Gámez, para servirle, en lo que usted desee” y, acto seguido, buscó y le extendió una tarjeta de presentación. Gabriela se presentó también, nuevamente, y le resultó divertido el hecho de que tanto en su apelativo como en el de quien acababa de rescatar (sí, de rescatar, con todas sus letras, aunque le diera tanta pena; y además, era nada menos que la cuarta persona que rescataba en circunstancias similares), el nombre de pila y el apellido compartieran la misma letra inicial: el tipo de casualidades que ella ocupaba en sus textos de ficción. Para entonces, el dueño del local estaba junto a ellos, y buscaba el momento para ofrecer disculpas, prometer comidas de cortesía y, como de paso, eximir al restaurante de toda posible culpabilidad. Con los ojos indicó a un mesero que estaba cerca de ahí que retirara el florero, en cuyo fondo el horroroso bocado no terminaba de asentarse. Al regresar a su mesa y revisar la tarjeta que le habían entregado, Gabriela se percató de que Genaro Gámez era dueño de una editorial de cierto renombre asentada en la ciudad y pensó que al fin, y pese a todo, le sonreía el destino.

Gabriela bebió de golpe el café restante (casi la mitad de la taza), que estaba ya considerablemente frío. Preguntó si le podrían dar otro, de cortesía. El mesero se negó inmediatamente: “No hay refill”, dijo, orondo. Ella le preguntó si le era posible hablar con el dueño, a lo que el mesero respondió que ya se había ido. Gabriela se molestó; pensó: comidas de cortesía, ajá, pero aparentó tranquilidad, pidió la cuenta, pagó y se fue.

Tomó, como solía, el camino equivocado, hacia la casa que había compartido durante casi cuatro años con su pareja, quien ese mismo horrible día del que ya hemos hablado le informó, mediante una llamada telefónica, ya un poco tarde en la noche, que no seguirían juntos, que no se preocupara, que él se iría de la casa, que ya había llamado a una mudanza y que enviaría por sus cosas a la mañana siguiente. Recordó al caminar que hasta después de aquella llamada reparó en las muchas cajas que había en la sala; tan ensimismada había estado cuando llegó, tras su renuncia.

La tristeza de aquel día, si bien no había terminado de pasar, regresó con fuerza renovada. Desde entonces, sucedió el incidente por el cual seguía sin trabajo (desarrolló en ese tiempo un sentimiento parecido al odio contra la palabra merging), se había gastado sus ahorros entre el pago íntegro de un par de meses de renta con todo y servicios y la muy reciente mudanza final, a su vieja habitación en casa de sus padres (la cual, para su disgusto, seguía decorada como un cuarto infantil, con, por ejemplo, decenas de peluches en distintos estantes y sobre la cama). A pesar de que se alegró de ver a sus padres entusiasmados con la idea de su regreso, ella consideró el hecho como una derrota deshonrosa para su vida. Tras la enésima discusión con su madre, quien desde luego la trataba como a una niña, decidió gastar el poco dinero que le quedaba en comer en ese restaurante, al que siempre había querido ir con su ex novio.

Al otro día, por la mañana, se apersonó en la editorial de la cual Genaro Gámez era dueño y solicitó hablar con él; “de parte de Gabriela González”, dijo; “nos conocimos ayer, en el restaurante Bianco”. Llevaba una carpeta con su curriculum vitae y algunas muestras de su trabajo editorial. “Que si qué se le ofrece, que no puede recibirla en este momento”, le dijo la recepcionista, mientras mascaba sonoramente un chicle (Gabriela eliminó a un personaje similar de uno de sus cuentos, por lo mismo, por trillado; le pareció entre curioso y exasperante que hubiese gente así en la vida real). “Quiero ofrecer mis servicios como editora”, dijo; “esperaba poder hablar con él en persona”. El personaje a quien ella había expulsado de su cuento actuó previsiblemente, diciéndole que le dejara la carpeta, que ellos la llamarían.

Para su sorpresa, en efecto hubo una llamada, ese mismo día, por la tarde. La voz chillona (sí, era ésta el absoluto, insoportable, arquetipo de la secretaria) del otro lado del auricular la invitaba a una reunión con el señor Gámez al día siguiente a las dos de la tarde en el restaurante en que se habían conocido, pues él quería convidarle la comida tranquila que, en sus palabras, le había robado el día anterior, y asimismo, hacerle una propuesta de negocios. Ella accedió, con cierto entusiasmo.

Tuvo un poco de problemas para elegir su atuendo; al final, se decantó por un traje sastre que le prestó su mamá (y que le quedaba mucho mejor a ella). Llegó puntual a la cita; había una mesa pequeña reservada. El capitán de meseros le indicó que el señor Gámez llegaría un poco tarde, pero que había dejado instrucciones para que la atendieran a su gusto. Le pareció un excelente detalle. Pidió sólo un vaso de agua, y se dispuso a esperar.

Cuando Gabriela estaba ya por irse, tras casi dos horas, Gámez apareció en la entrada del restaurante, un tanto sudoroso. A ella le recordó un puerquito sonriente, y le extrañó que no llevara la carpeta. Casi podría decirse que él se sorprendió al verla, pero se disculpó en forma efusiva, con grandes aspavientos, como aparentemente hacía todo. Pidió una botella de vino y la carta; solicitó que acercaran su silla a la de Gabriela. Este hecho la incomodó considerablemente. Gámez adujo que prefería estar cerca para hablar de negocios, pues en estos casos era un “apasionado de la discreción” (esas fueron, por lo menos, sus palabras, que Gabriela, por supuesto, no creyó).

Su anfitrión llamó por su nombre a un mesero, pidió de entrada una ensalada de mozzarella de búfala y solicitó que le recitaran el especial del día. Comenzó entonces a hablar, a grandes voces, de cuando él había llegado a la ciudad, años atrás, y había puesto su incipiente empresa editorial; que entonces ese restaurante era una fonda en el que él comía casi a diario; que le había costado mucho trabajo ascender; que la edición era una labor ingrata, pero por supuesto tenía sus momentos de felicidad. Cuando Gabriela comenzaba a impacientarse, Gámez cambió el tono de su conversación, y comentó que estaban viviendo tiempos difíciles, y habían tenido que despedir en fechas recientes a mucha gente valiosa, que desgraciadamente no tenían espacio para ella en ese momento, pero que seguramente podían ocupar otras habilidades suyas. Gabriela escuchó con desagrado el énfasis en la palabra “habilidades” y, en ese momento, sintió la fofa mano del tipo asentándose sobre su muslo derecho, por debajo de la mesa. Se levantó, indignada, y sin decir palabra se dirigió a la salida.

Al llegar a su casa (o sea, a la casa de sus padres), se encerró en su recámara y lloró, como tantas veces siendo niña. Sintió que se cernía sobre ella una nueva depresión, pero en esta ocasión no la dejó avanzar. En un arrebato, comenzó a embolsar los peluches con la intención de regalarlos en donde pudiese, desmontó las estanterías, cambió las sábanas, quitó los cuadros de las paredes, reacomodó su habitación. Al terminar, se sentó a la computadora, revisó nuevamente su curriculum y lo envió a todos sus conocidos, anunciando que buscaba empleo; luego, preparó su perfil en diferentes sitios web de búsqueda de trabajo; por último, terminó, en un par de horas, el cuento que había dejado inconcluso durante meses, revisó la colección completa, y la envió a su asesor del PECDA.

A los pocos días, y con cierta calma que le daba el haber recién terminado una traducción que le permitiría vivir con holgura durante un par de meses, se convidó a sí misma una buena comida en Bianco, para cerrar ciclos, se dijo a sí misma. Sus gustos eran frugales, pero se permitió algún pequeño exceso en el postre. Por fin había comido ahí con tranquilidad y sin interrupciones. Ya había pagado la cuenta, y disfrutaba su café. Era realmente bueno. Se sintió plena por primera vez en mucho tiempo.

En eso, un hombre a quien ella nunca había visto, que departía con gran pompa en una celebración de cumpleaños en una mesa cercana se levantó y, con desesperación, agitó los brazos y se llevó las manos al cuello, señalando claramente que se asfixiaba. Sus tosidos, al principio insistentes, se fueron poco a poco separando, y luego cesaron. Casi enseguida su cara se tornó pálida y después morada.


Gabriela terminó su infusión lenta, parsimoniosamente.


                 

*Publicada originalmente en la sección Cultura y Letras de La Jornada Veracruz, en su edición del domingo 10 de mayo de 2015. Olvidé, aunque ya lo había pensado, dedicárselo a mi madre. Pft.