martes, 28 de octubre de 2014

Balada del cordero*



Omar Hearn Ficcissollo, músico michoacano de padre trinitario y madre italoamericana, llegó a ser muy famoso por sus asiduas colaboraciones con Manuel M. Ponce y Carlos Chávez (quienes habían sido sus maestros en el Conservatorio Nacional) a mediados de los años treinta del siglo pasado, en un momento inmejorable para el llamado movimiento nacionalista, en el que por fin se recogían los frutos de su arduo trabajo. La Orquesta Sinfónica de México (OSM) recibía ya el aplauso internacional, y nadie recordaba las silbatinas de sus primeros días, cuando con audacia y temeridad se habían atrevido a interpretar frente a un público neófito, producto de una sociedad en formación, obras de Manuel de Falla, Igor Stravinski o Maurice Ravel.
                  La opera prima de Hearn, Vernácula entre las tres y las cuatro (1936), fue muy bien recibida por el público y la crítica, que en algún momento lo consideró “el músico mexicano joven más prometedor de su generación” (Enríquez, 1936).
                  Hacia 1944, tras un período oscuro en que muy poco se supo de él —vivió en París, La Habana, Londres y Nueva York, y se le creyó muerto en la guerra—, se recibió con entusiasmo la noticia de su regreso a México. Sus obras y colaboraciones habían ganado reputación en su ausencia y él era más famoso que nunca. Varias de estas composiciones se encontraban asiduamente en los repertorios populares que la OSM interpretaba en cientos de escenarios de México y de todo el mundo.
                  Cuando se filtró a la prensa la noticia de que Hearn estaba preparando una nueva presentación, el público enloqueció. Manuel M. Ponce incluso cometió la indiscreción (muchos dicen que con toda la intención de crear expectativa para el regreso de su alumno a los escenarios mexicanos) de filtrar el nombre a la prensa: Balada del cordero, Concierto para guitarra, cuarteto de cuerdas, bombo y platillos, y de comentar que estaba muy entusiasmado con el sonido que Hearn había logrado; “algo distinto —aseguraba el maestro— a todo lo que había escuchado antes […], más efervescente aún que el jazz”. Según se cuenta, muchos creyeron que esta extraña descripción se trataba de disparates inventados a modo de broma o debidos a un acceso de locura del eminente músico, que para entonces pasaba de los sesenta años. Se sabe de cierto que el comentario no tuvo demasiada repercusión, para bien o para mal, entre el posible público del magno evento.
                  Hearn se negó a dar información a los medios a pesar del constante asedio de los reporteros, y todo lo que se supo fue que había comprado un pequeño teatro en el sur del Distrito Federal seis meses antes del día en que se tenía planeado el estreno.
                  El músico planeó cada detalle a profundidad. Reacomodó las butacas del lugar, fijó nuevos puentes y cabezales, recompuso paredes y pisos...; como lo demuestran numerosos estudios posteriores, hizo de aquel modesto teatro una enorme caja de resonancia.
                  Al abrirse al público la venta de los boletos, una multitud de mayordomos, amas de llave y gendarmes se desbordó sobre las taquillas: Toda la alta sociedad mexicana acudió puntual a la cita el día del estreno. Menudearon las presentaciones y los encuentros en la antesala del concierto. Miembros de las más altas esferas políticas, así como de la farándula y de la burguesía departieron en una efusión extravagante de champaña, sonrisas falsas y naricillas respingadas. Cuando por fin se abrieron las puertas y todos tomaron sus lugares, el músico, de modo contrario al que marcan las costumbres, dio una bienvenida a la concurrencia y agradeció que hubieran asistido.
                  Al día siguiente, los principales periódicos de la nación daban cuenta de aquel concierto que tanta expectativa había creado: "Un absoluto fiasco"; "una pieza caótica, estridente"; "un insulto a los oídos"; "un vulgar ejemplo de lo perjudicial que es el viaje para el espíritu humano"; "un concierto fallido desde el título (dado que el sonido que hacen los corderos se llama balido y no balada)"... Casi todo el público había huido horrorizado del lugar.
                  Hearn nunca pudo recuperarse por completo de aquel gran fracaso y, tras quemar las reproducciones de su obra, y vender el amplio solar en que había proyectado su mansión en las todavía llamadas Chapultepec Heights, se retiró a su hacienda-viñedo en Valle de Bravo a encargarse de sus asuntos de negocios, acrecentar su biblioteca, cazar, leer, escribir y educar a sus hijos, sin preocuparse más por la vida pública.
                  Por fortuna, y para bien de la historia de la humanidad, uno de los hombres que Hearn contrató para la renovación y mantenimiento del teatro (que tras el rotundo fracaso de la Balada... cerró sus puertas para siempre) rescató del fuego algunas de las hojas pautadas en donde Hearn había garabateado su último concierto, y esas hojas han sido recientemente expuestas al conocimiento de las masas por voluntad del nieto de aquel visionario y leal trabajador —que ha querido mantener el anonimato—.
                    He leído esta mañana algo de la música que esa hoja alberga, silenciosa, en sus trazos firmes y elegantes. Me ha abrumado. La intensidad en el uso del contrapunto del cello, el incesante martilleo del bombo y los platillos, el violento rasgueo de la guitarra... Para el próximo fin de mes se ha formado una expedición a las ruinas de aquel viejo teatro con la intención de preparar ahí un nuevo concierto. No tengo la menor duda de que las paredes diseñadas por el músico generarán una rara especie de retroalimentación reverberante. Si mis nociones de solfeo y mi intuición no me fallan, el concierto sonará muy parecido a lo que ahora se conoce como metal progresivo.
                 

*Versión publicada en la Revista Cinzontle, de la División Académica de Educación y Artes de la UJAT (enero-junio 2013, disponible para el público general hacia mayo de 2014).

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