El tiempo es un animal imprevisible
Se alimentó de nuestros días
y hoy en el pensamiento parecen aún más lejanos
Como si hubiesen conquistado la otra orilla sin nosotros
Nuestro calor
Ha sido acaso un sueño mutuo
Tú me soñaste
Yo te soñé
Cada uno era perfecto en el sueño del otro
el mundo giraba vertiginoso
sin importancia
Un sueño profundo
que se desvanece
en la diáfana irrealidad de los recuerdos.
miércoles, 10 de diciembre de 2014
viernes, 5 de diciembre de 2014
La barca*
De
manera aparentemente inexplicable dije “Heinrich Heine” al despertar de ese mal
sueño, del que sólo persistía un dejo de angustia (decir que la recordaba sería
excesivo). De Heine sólo sabía algunos rasgos biográficos generales que había
aprendido en una clase de la universidad, en que leí unos pocos poemas suyos.
Este hecho, y el de haberlos olvidado por completo eran accesorios a la
sensación de desasosiego, pero todo vino a mí en un alud de imágenes e
impresiones vívidas fracciones de segundo antes de la conciencia de uno mismo
que acompaña el despertar. Ésta trajo, además, la noción de que sufría un
acceso de asma, y de que era tarde para ir a la oficina. Me percaté de que
Lamia no había vuelto de su entrenamiento de remo, pero no me extrañó, pues
desde que había renunciado a su trabajo era cada vez más frecuente que se fuera
a desayunar con sus compañeros.
A pesar de la hora decidí manejar a
lo largo del malecón. Era una mañana fría. El mar estaba un poco agitado. Su
tonalidad plateada reflejaba apenas los rayos de sol que lograban pasar entre
las nubes y me infundió una alegría inesperada.
En el transcurso del día vinieron a
mi mente algunos títulos de poemas de Heine (“El emperador de la China”,
“Insomnio”, “La barca”…), sin orden ni concierto. Me prometí buscarlos y
leerlos en cuanto tuviera oportunidad, pero no me preocupó demasiado. Cuando
quise mandarle un mensaje a Lamia, me di cuenta de que, con las prisas, no
había tomado el celular. Llamé un par de veces a casa desde el teléfono fijo de
la oficina, pero no hubo respuesta.
En el trabajo no aconteció nada
memorable. Antes de salir llamé una última vez al celular de Lamia y luego a
casa pero, de nuevo, nadie contestó. Pensé que ella podría estar en el baño o
atendiendo otra llamada o que no tenía ganas de contestar el teléfono; a veces
le pasaba, sobre todo cuando estaba deprimida. Decidí pasar por comida china,
que era nuestra favorita, y por una planta de sombra, de las que le gustaban…
Ella detestaba que le llevara flores. Me decía que por favor no le llevara
moribundos a la casa. O cadáveres, a veces las llamaba cadáveres.
Todas las luces estaban apagadas
cuando estacioné el automóvil.
Ya frente a la puerta me percaté de
que, por supuesto, no me había llevado las llaves. Tras tocar el timbre y
llamar a voz en cuello en repetidas ocasiones, rompí una ventana con una maceta para poder
entrar.
Ya dentro, acomodé la maceta con su
planta donde pude y fui enseguida a revisar mi celular. Dieciocho llamadas
perdidas, todas de Lamia. Me preocupé indeciblemente. Le llamé varias veces,
pero no hubo respuesta. Le dejé un mensaje en el buzón de voz. No sabía qué más
hacer y la preocupación se fue pasando. Pensé que si había alguna mala noticia,
a esas alturas ya la sabría. Tomé un largo baño, pues había sido un día cansado,
me vestí para dormir y cené mi porción de fideos y pollo agridulce viendo el
televisor. Tomé un té, me lavé los dientes y me dispuse a dormir. Intenté contactar
de nuevo a Lamia. Nada. Ya era un poco tarde para llamar a sus padres y no
quería preocuparlos. Al final, les mandé sendos mensajes de texto a un par de sus
compañeros del equipo de remo, y luego a Sandra y a Leticia, sus amigas más
cercanas, con las que, dicho sea, nunca había podido llevarla en paz,
preguntando si sabían algo de Lamia y, sin entender bien por qué, me puse unos
jeans, unos tenis y una camiseta. No me decidía a salir: ¿A dónde iría? ¿Qué
tal si me iba y Lamia llegaba de repente a la casa? No parecía conveniente
iniciar una incómoda, preocupante e infructuosa búsqueda. A pesar de todo, me
dispuse a hacerlo, dejándole una nota en el espejo, por cualquier cosa.
Mientras la escribía tocaron el timbre. Era su hermano Samuel.
Llegué al hospital poco antes de la
medianoche. En el transcurso del viaje, Samuel me contó lo que sabía. Lamia
salió junto con el equipo de remo a practicar por primera vez en trainera (una
embarcación para trece remeros; de las pocas que se utilizan comúnmente en el
mar). Al parecer, cuando recién habían salido de la zona protegida por la bahía,
comenzó a llover de manera tempestuosa; apenas, con gran esfuerzo, lograron
regresar y, en cuanto atravesaban la línea invisible que divide a la dársena
del mar abierto, una última ola se irguió iracunda (esas fueron las palabras que
Samuel utilizó, lo que no deja de ser curioso) y lanzó la embarcación contra
una escollera. Casi todos habían resultado con heridas que, aunque profundas,
no eran peligrosas, pero Lamia se había golpeado la cabeza y Gustavo, el
entrenador, había muerto.
Al principio no me querían dejar
pasar, pero tras alguna insistencia de mi parte, y tras haber informado Samuel
que yo estaba casado con la paciente, los entumidos monigotes de la recepción cedieron
y pude entrar a la sala de terapia intensiva. Samuel se quedó firmando unos
papeles y efectuando las debidas acreditaciones.
Me impresionó ver a Lamia recostada
ahí, indefensa, irreconocible, por lo inflamado de su cara. Una gasa cubría
desde la comisura de su boca hasta el pómulo derecho: tenía una herida abierta.
Me senté junto a la cama y tomé su mano. Sentí un ligero temblor. Al poco abrió los ojos. Un nudo apretó mi garganta. Ella comenzó a llorar. Intentó
incorporarse; la detuve. Me levanté para darle un beso en la frente. Lamia estiró
su brazo y lo pasó detrás de mi cabeza. Cuando me acerqué a ella, aún
sollozando, me dijo en el oído, quedito, muy quedito: “quiero el divorcio”.
Con los meses, el vacío que esas
palabras me dejaron en la boca del estómago había sido desplazada por un enojo
creciente, pero el desconcierto seguía siendo el mismo. Todo este tiempo estuve
perplejo, adolorido... A mi rutina diaria sumé el repaso —a veces, en forma
mental, a veces por escrito— de todo lo que sucedió durante ese aciago día. Hoy,
finalmente, he recordado el sueño.
En él, un grupo de alemanes con
vestimenta del siglo XVIII (yo sabía que todos eran alemanes, aunque no tenían
rasgos o características que los distinguieran como tales, ni alcanzaba a
escuchar lo que decían) reía de manera profusa mientras subía a una pequeña
embarcación. El sol era imponente. Una mujer que tenía la sonrisa de Lamia iba
con ellos. Entre bromas, los alemanes se alejaron de la playa; se desataba una
tormenta; ellos intentaban regresar;
cuando estaban a punto de lograrlo, la embarcación chocó contra las
rocas de una escollera. Todos los sonrientes alemanes eran engullidos por el
mar.
De ser un poco más cándido, creería
sin duda que esa mañana viví una experiencia extrasensorial. Y aunque mi
sensatez no me permite aventurar esa clase de explicaciones, no puede pasar
desapercibido el hecho de que en el momento mismo en que mi esposa y su equipo
de remo sufrieran la pérdida de su embarcación en una escollera, yo soñara con
una situación similar, representación de la anécdota del poema “La barca”, de
Heinrich Heine.
*Publicada originalmente (en una versión anterior) en el número 5 de la revista digital Litoral-e del Instituto Veracruzano de la Cultura, hacia marzo de 2012.
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martes, 28 de octubre de 2014
Balada del cordero*
Omar Hearn Ficcissollo, músico michoacano de
padre trinitario y madre italoamericana, llegó a ser muy famoso por sus asiduas
colaboraciones con Manuel M. Ponce y Carlos Chávez (quienes habían sido sus
maestros en el Conservatorio Nacional) a mediados de los años treinta del siglo
pasado, en un momento inmejorable para el llamado movimiento nacionalista, en
el que por fin se recogían los frutos de su arduo trabajo. La Orquesta
Sinfónica de México (OSM) recibía ya el aplauso internacional, y nadie
recordaba las silbatinas de sus primeros días, cuando con audacia y temeridad
se habían atrevido a interpretar frente a un público neófito, producto de una
sociedad en formación, obras de Manuel de Falla, Igor Stravinski o Maurice
Ravel.
La
opera prima de Hearn,
Vernácula entre las tres y las cuatro (1936), fue muy bien recibida por el
público y la crítica, que en algún momento lo consideró “el músico mexicano
joven más prometedor de su generación” (Enríquez, 1936).
Hacia
1944, tras un período oscuro en que muy poco se supo de él —vivió en París, La
Habana, Londres y Nueva York, y se le creyó muerto en la guerra—, se recibió
con entusiasmo la noticia de su regreso a México. Sus obras y colaboraciones
habían ganado reputación en su ausencia y él era más famoso que nunca. Varias
de estas composiciones se encontraban asiduamente en los repertorios populares
que la OSM interpretaba en cientos de escenarios de México y de todo el mundo.
Cuando
se filtró a la prensa la noticia de que Hearn estaba preparando una nueva
presentación, el público enloqueció. Manuel M. Ponce incluso cometió la
indiscreción (muchos dicen que con toda la intención de crear expectativa para
el regreso de su alumno a los escenarios mexicanos) de filtrar el nombre a la
prensa: Balada del cordero, Concierto para guitarra, cuarteto de
cuerdas, bombo y platillos, y de comentar que estaba muy entusiasmado con el
sonido que Hearn había logrado; “algo distinto —aseguraba el maestro— a todo lo
que había escuchado antes […], más efervescente aún que el jazz”. Según se
cuenta, muchos creyeron que esta extraña descripción se trataba de disparates
inventados a modo de broma o debidos a un acceso de locura del eminente músico,
que para entonces pasaba de los sesenta años. Se sabe de cierto que el
comentario no tuvo demasiada repercusión, para bien o para mal, entre el
posible público del magno evento.
Hearn
se negó a dar información a los medios a pesar del constante asedio de los
reporteros, y todo lo que se supo fue que había comprado un pequeño teatro en
el sur del Distrito Federal seis meses antes del día en que se tenía planeado
el estreno.
El
músico planeó cada detalle a profundidad. Reacomodó las butacas del lugar, fijó
nuevos puentes y cabezales, recompuso paredes y pisos...; como lo demuestran
numerosos estudios posteriores, hizo de aquel modesto teatro una enorme caja de
resonancia.
Al
abrirse al público la venta de los boletos, una multitud de mayordomos, amas de
llave y gendarmes se desbordó sobre las taquillas: Toda la alta sociedad mexicana
acudió puntual a la cita el día del estreno. Menudearon las presentaciones y
los encuentros en la antesala del concierto. Miembros de las más altas esferas
políticas, así como de la farándula y de la burguesía departieron en una
efusión extravagante de champaña, sonrisas falsas y naricillas respingadas. Cuando
por fin se abrieron las puertas y todos tomaron sus lugares, el músico, de modo
contrario al que marcan las costumbres, dio una bienvenida a la concurrencia y
agradeció que hubieran asistido.
Al
día siguiente, los principales periódicos de la nación daban cuenta de aquel
concierto que tanta expectativa había creado: "Un absoluto fiasco";
"una pieza caótica, estridente"; "un insulto a los oídos";
"un vulgar ejemplo de lo perjudicial que es el viaje para el espíritu
humano"; "un concierto fallido desde el título (dado que el sonido
que hacen los corderos se llama balido y no balada)"... Casi
todo el público había huido horrorizado del lugar.
Hearn
nunca pudo recuperarse por completo de aquel gran fracaso y, tras quemar las
reproducciones de su obra, y vender el amplio solar en que había proyectado su
mansión en las todavía llamadas Chapultepec Heights, se retiró a su
hacienda-viñedo en Valle de Bravo a encargarse de sus asuntos de negocios, acrecentar
su biblioteca, cazar, leer, escribir y educar a sus hijos, sin preocuparse más
por la vida pública.
Por
fortuna, y para bien de la historia de la humanidad, uno de los hombres que
Hearn contrató para la renovación y mantenimiento del teatro (que tras el
rotundo fracaso de la Balada... cerró sus puertas para siempre) rescató
del fuego algunas de las hojas pautadas en donde Hearn había garabateado su
último concierto, y esas hojas han sido recientemente expuestas al conocimiento
de las masas por voluntad del nieto de aquel visionario y leal trabajador —que
ha querido mantener el anonimato—.
He leído esta mañana algo de la música que esa hoja alberga, silenciosa, en sus trazos firmes y elegantes. Me ha abrumado. La intensidad en el uso del contrapunto del cello, el incesante martilleo del bombo y los platillos, el violento rasgueo de la guitarra... Para el próximo fin de mes se ha formado una expedición a las ruinas de aquel viejo teatro con la intención de preparar ahí un nuevo concierto. No tengo la menor duda de que las paredes diseñadas por el músico generarán una rara especie de retroalimentación reverberante. Si mis nociones de solfeo y mi intuición no me fallan, el concierto sonará muy parecido a lo que ahora se conoce como metal progresivo.
He leído esta mañana algo de la música que esa hoja alberga, silenciosa, en sus trazos firmes y elegantes. Me ha abrumado. La intensidad en el uso del contrapunto del cello, el incesante martilleo del bombo y los platillos, el violento rasgueo de la guitarra... Para el próximo fin de mes se ha formado una expedición a las ruinas de aquel viejo teatro con la intención de preparar ahí un nuevo concierto. No tengo la menor duda de que las paredes diseñadas por el músico generarán una rara especie de retroalimentación reverberante. Si mis nociones de solfeo y mi intuición no me fallan, el concierto sonará muy parecido a lo que ahora se conoce como metal progresivo.
*Versión publicada en la Revista Cinzontle, de la División Académica de Educación y Artes de la UJAT (enero-junio 2013, disponible para el público general hacia mayo de 2014).
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lunes, 27 de octubre de 2014
La ignorada lección de Purushotthama*
Todos buscan el sentido único, mas son múltiples las
versiones de una historia.
SULEIMAN KANUNI (SOLIMÁN EL MAGNÍFICO)
Desde
que se tiene memoria, los registros históricos, que deberían narrar la
concatenación de hechos sucedidos en lugares precisos durante momentos
específicos, resultan en la práctica representaciones elaboradas a partir de
los vestigios, reales o aparentes, que concuerden con la perspectiva individual
del sujeto que los refiere. No resulta extraño encontrarse entonces con al
menos dos versiones de un mismo acontecimiento contrapuestas en puntos
esenciales, al grado que para un observador externo resulta virtualmente
imposible saber a ciencia cierta cuál de ellas se apega a la verdad.
Si a la mezcla añadimos un lapso
suficiente entre la narración de esas distintas versiones y una revisión
histórica relativamente objetiva, ni siquiera el conocido adagio que reza que la
historia la escriben los vencedores logra esclarecer el embrollo, al ser
nebulosa incluso esa última parte.
Uno de los ejemplos más llamativos
sobre este tan común equívoco es, cosa curiosa, un motivo tan recurrente en la
configuración de la historia universal tanto para la tradición canónica
occidental como para la oriental, así como uno de los momentos cúspide de
intercambio entre ambas: la interrupción del avance hacia el oriente del
ejército de Alejandro Magno tras la llamada Batalla del Hydaspes.
La explicación que propuso en
principio la tradición occidental sobre este tópico ha prevalecido, repetida y
magnificada hasta el hartazgo, durante
siglos. En ésta, se considera que el emperador de Macedonia, Alejandro, llamado
Magno, y conocido en la India como Sikandar-e-Azam[1]
detuvo su andar motu proprio tras un
examen de conciencia ante la súplica de su propio ejército; para los estudiosos
orientales modernos, esta explicación es insostenible. Revisemos los hechos.
En primera instancia, Alejandro,
tras derrotar a los persas, atravesó el río Indo con la intención de conquistar
los pueblos que encontrara a su paso. El primero de ellos fue el reino de Taxila,
cuyo líder, Ambhi, se rindió sin pelear, con la intención de apoyar a Alejandro
en la conquista de sus propios enemigos naturales y ser instituido como sátrapa
de la región.
Ya con el apoyo del monarca de
Taxila y el de su considerable ejército, el macedonio se dirigió al normalmente
pacífico país de Paura, ubicado en el Panyab occidental, entre los ríos
Hydaspes y Acesines (actuales Jhelum y Chenab), cuya ciudad capital se
corresponde con la actual Lahore, con el fin de someter a su rey, Purushotthama
(también llamado Poros, Pururava, Parvataka o Parvatesha por las distintas
fuentes en que se registra su existencia) y hacerse de una nueva conquista, ganada
en batalla, en territorio desconocido.
Así pues, el ejército de Alejandro,
con sus filas engrosadas por las del de Ambhi, se situó en la margen occidental
del río Hydaspes, mientras que el ejército de Poros hizo plaza en la margen
oriental. La batalla aconteció en los albores de la primavera del año 326 a. C.,
y sus pormenores pueden revisarse en algunos manuales de batalla antiguos y
modernos[2],
así como en no pocos programas televisivos documentales y páginas de Internet[3].
En casi todos ellos —lo que no deja
de resultar curioso— una mesnada de historiadores afirma la autenticidad del
triunfo y la conquista de Alejandro en tierras indias, aunque su único sustento
consista en la supuesta fundación de dos ciudades (Bucefalia o Bucéfala,
edificada en honor a su caballo, muerto a resultas de las heridas en la batalla
del Hydaspes, y otra, Peritas, en honor a su perro). Cabe señalar que la
existencia de estas dos urbes —por lo demás, fácilmente atribuible a una
fantasía— no se ha logrado comprobar por medios verosímiles, aunque algunos
intentan reforzar sus teorías en vagas referencias metafóricas —la ciudad del
caballo, la ciudad del perro— que consigna alguna fuente dudosa o, incluso, en
nombres de dioses cuya fonética se acerca a la Alejandro, pero cuyas tradiciones
anteceden en milenios al paso del hijo de Filipo II por la región, y de las que
el único dato que se conserva procede de
fuentes latinas (herederas de la tradición griega), como la Bibliotheca Historica, de Diodoro
Sículo, la Historiae Alexandri Magni,
de Quinto Curcio Rufo o, por supuesto, el apartado referido a Alejandro en las Vidas paralelas de Plutarco (que cita
fuentes numerosas, incluidas las cartas del macedonio y la desaparecida obra de
historiadores griegos como Potamón o Soción).
No es
difícil, sin embargo, suponer que estas fuentes están cargadas de falacias y
verdades a medias, disfrazadas con el fin de engrandecer la memoria de un
antiguo monarca (más de dos siglos habían pasado en el momento en que se
escribieron estos relatos), y si bien es cierto que a toda verdad histórica
cabe hacer matices, al parecer, esta verdad histórica nunca fue tal, sino una
elaborada mentira emitida con alevosía. El hecho de que las
sucesivas crónicas occidentales las hayan reproducido no deja de causar cierta
sospecha basada en el ánimo imperialista de las potencias mundiales.
Más determinante es para mi
propósito lo que sucede después: Plutarco cuenta que los macedonios no querían
seguir con el avance sobre el territorio indio, que el ejército macedonio había
perdido a miles, y que se sentía abrumado por lo numeroso y poderoso de los
ejércitos que aún los esperaban en territorios desconocidos y tras cruzar un
río profundo y violento; posteriormente, según el autor:
De enojo y de rabia se retiró Alejandro a su
tienda y allí permanecía encerrado, diciendo que nada agradecía lo antes hecho
si no pasaba el Ganges, y que miraba aquella retirada como una confesión de
inferioridad y vencimiento. Mas representándole sus amigos lo que convenía y
rodeando los soldados su tienda con lamentos y voces para hacerle ruegos,
condescendió por fin y levantó el campamento, habiendo recurrido para forjarse
ilusiones acerca de su gloria a arbitrios necios e invenciones extrañas; porque
hizo labrar armas mucho mayores y pesebres y frenos para los caballos de mucho
mayor peso, y los fue dejando y esparciendo por el camino. Erigió también aras
de los dioses que aún en el día de hoy veneran los reyes de los prasios,
trasladándose a aquel sitio y ofreciéndoles sacrificios a la usanza griega[4].
Estos últimos dichos y hechos parecen inverosímiles a
simple vista, y resulta significativo que las fuentes grecolatinas originales
los repasen de forma somera, a pesar de su trascendental importancia para los hechos
posteriores, de modo que no dejan de parecer intentos vanos de justificar la
salida del ejército de Alejandro de territorios indios.
Cabe recordar en esta
situación dos de las anécdotas que se cuentan entre las más
famosas que en este lado del globo tienen como protagonista al insigne
emperador macedónico, y tratan el asunto de las hostilidades en el Hydaspes.
En la primera de ellas, Alejandro,
vencedor de la batalla, al reconocer el terreno, ubica al imponente rey del
ejército enemigo (se cuenta que Purushotthama superaba los dos metros de altura)
y se le acerca para preguntarle cómo desea ser tratado. La respuesta que
supuestamente dio Poros está registrada en varias fuentes documentales:
“Trátame, oh, Alejandro como a un rey”. De este modo, sintiendo un gran respeto
por el nativo del Panyab, y dando un gran ejemplo de magnanimidad, Alejandro habría
decidido no sólo perdonarle la vida, sino mantenerlo en el gobierno de Paura como
sátrapa, haciendo así de Purushotthama un aliado.
En la segunda, cuya fama es sólo
comparable con la de la doma de Bucéfalo o con la de sus encuentros con
Diógenes de Sínope en Corinto, tras la batalla, el victorioso Alejandro cae de
rodillas al suelo, llorando y, al preguntar Antígono —uno de los generales que
lo había acompañado en sus campañas— qué le sucedía, Alejandro habría
contestado: “Lloro porque no quedan más territorios que conquistar”.
Historias lindas, sin duda, pero
¿qué tan ciertas?... De unos años a la fecha, tras nuevas revisiones históricas
e historiográficas, ha surgido una firme tendencia a la que se suscriben cada vez más especialistas, que asegura que en
realidad la Batalla del Hydaspes fue la primera en que Alejandro sería
derrotado en el campo, tras las varias que había ya perdido frente a la opinión
de sus súbditos, indignados por los asesinatos brutales de Kalasthenese,
sobrino de Aristóteles, su otrora insigne tutor; de Parmenio, uno de los
generales más reconocidos por su padre; y de Cleitus, un noble macedonio a
quien se contaba entre sus mejores amigos. Estos asesinatos y otras noticias de
arranques de ira fueron determinantes en su configuración en la conciencia del
pueblo como un hombre gobernado por su temperamento (véase en especial el
artículo “Alexander, The Ordinary”, del profesor Dinesh Agrawal, del Colegio
Estatal de Pensilvania[5]).
La teoría de la derrota de Alejandro,
por su parte, está muy bien sustentada, pues aunque se sabe que su ejército era
mucho más numeroso, la organización de Poros, su capacidad como general y,
sobre todo —a diferencia del macedonio— el no subestimar a su enemigo, así como
la gran ventaja que proporcionaban el conocimiento del terreno y el uso de
alrededor de doscientos elefantes de guerra (que presumiblemente eran capaces
de infundir un terror profundo e insospechado a la caballería del ejército
griego, por su tamaño y novedad) son elementos que cuesta mucho no tomar en
cuenta.
Por si fuera poco, existe la
evidencia de un tratado en que se estipula que el ejército de Paura perdonaría
la vida a los soldados macedonios que se encontrasen en los territorios
aledaños. ¿Qué clase de ejército derrotado firma documentos en estos términos? No
parece descabellado, a esas alturas, suponer a los soldados macedonios inofensivos
y dispersos, cuando no amotinados y resentidos con su líder.
Queda a juicio del lector, a pesar
de todo, decantarse por alguna de las versiones con que nos ha dotado la
historia (lo que en otros términos equivaldría a decir que será el lector quien
otorgue a Alejandro de Macedonia una insigne victoria o una derrota dolorosa).
Como fuese, cabe imaginar cierto el siguiente diálogo, que ha sido descubierto
en un manuscrito recuperado de lo que se cree la vasija funeral de un líder
religioso en las recién desenterradas ruinas de la que acaso sea aquella famosa
y perdida Bucéfala. En el texto, Purushotthama le habla a un Alejandro, que
llora compungido, arrodillado frente a él con estas palabras:
Evita ser, oh, Alejandro, como la nube de primavera, abrupta y
desbocada, que llueve con intensidad y se derrama (a sí misma) hasta
desaparecer. Imita en su lugar a la llovizna pertinaz y sosegada de los días de
otoño, que se extienden por varios amaneceres. Si continúas como hasta ahora,
temo decirlo, tu imperio tiene los días contados.
A la
sazón, Alejandro Bicorne de Macedonia contaba con 30 años y llevaba diez en
campaña, desde su ascensión al trono tras la muerte de su padre, Filipo II. El
monarca murió sorpresivamente tres años después, el 10 de junio de 323 a. C., en Babilonia, a
miles de leguas de su tierra, diez días antes
de la llegada del verano, enfermo de malaria o, acaso, envenenado por sus
propios hombres.
Su imperio, tambaleante, sostenido únicamente
por su figura, que para entonces era poco más que la de un fantoche —y que en
absoluto se podía comparar con el estable dominio persa que en muchas partes
había sustituido—, se repartió al poco tiempo entre varios de sus generales,
hambrientos de poder[6],
que se batieron entre sí durante 20 años, lo que derivó en una falta de
estabilidad sin precedentes para el otrora poderoso imperio macedonio.
[1]En
otros lugares, como es sabido, se le conoció por sus diferentes apelativos
transmutados a su forma endémica: fue llamado Al-Akbar y Al-Iskandar por las
tradiciones de oriente medio, así como Skandar en el idioma pashto (todos
estos, derivaciones del nombre Alejandro); Alexander Mokdon y Eskandar-e
Maqduni (Alejandro de Macedonia) por los hebreos y por los persas
respectivamente y, también, Dhul-Quarnayn y Tre-Qarnayia (que en los idiomas
persa y arameo significa, de forma correspondiente, El Bicorne y El de los dos
cuernos).
[2] El Dictionary of Battles, de
Thomas Harbottle (Cornell, NY, 1906, con múltiples reimpresiones) se considera
de gran precisión histórica, a más de lo útiles que resultan sus apoyos
gráficos.
[3] En cuanto a los documentales, destaca el
producido por el History Channel, titulado “Alejandro Magno. Batalla del
Hidaspes”; por su parte, resulta de notable interés la serie de mapas y videos
contenidos respecto de esta batalla en la aplicación web especializada que se
aloja en la dirección http://www.theartofbattle.com/
[4]Plutarco, Vidas paralelas,
Porrúa, México, 1964 (con múltiples reimpresiones), p. 247.
[5]http://www.sify.com/itihaas/fullstory.php?id=13225593, consultado por
última vez en septiembre de 2011.
[6]A saber, Seleuco, Ptolomeo, Antígono, Lisímaco
y Casandro, que en lo sucesivo serían denominados ‘diádocos’, es decir,
sucesores.
*Versión publicada en la Revista Cinzontle, de la DAEA, de la UJAT (julio-diciembre 2012, disponible para el público general hacia mayo de 2014).
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miércoles, 22 de octubre de 2014
El artista
Como uno de sus habituales actos de performance, solía entrar a las casas funerarias vestido de frac y sombrero de copa y, tras elegir la sala más concurrida y esperar el momento de mayor intensidad, sacaba de entre sus ropas una estaca de madera y la clavaba en el pecho del difunto gritándole: "¡Toma esto, vampiro maldito!". Acto seguido, corría fuera del lugar.
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miércoles, 12 de marzo de 2014
marzo, 2014
Mucho tiempo, más de un año sin ver la plantilla para escribir entradas en Blogger.
¿Ganas de escribir? Muchas. ¿Tiempo? Casi ninguno.
Algo inventaré.
¿Ganas de escribir? Muchas. ¿Tiempo? Casi ninguno.
Algo inventaré.
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