lunes, 27 de julio de 2015

Oda D&D, tercera parte

[Actualización final: miércoles 29 de julio, 09:00 (edición menor]

Este texto, que comencé hace mucho tiempo, y recién reencontré y terminé, está dedicado a los buenos amigos con quienes durante mucho tiempo jugué Dungeons & Dragons (ah, las delicias de la ñoñez), y es en buena medida continuación de un par de textos titulados:


Venga, pues.

- - -

Ciclos de sol y de luna
uno a otro en estampida
han pasado y la partida
no hay modo que se reúna.
Si bien sabemos que una
parte se ha juntado ahí,
también sabemos que y,
aunque sea bien recibida,
una parte de partida
no es una partida en sí.

Lo que daría si pudiera
una vez más ser el máster.
Ni una Fender Stratocaster
y un contrato de disquera
se me antojan tanto: Quiera
la fortuna que se pueda;
que se termine la veda,
se reúna la partida;
preparemos una huida
y retomemos la vereda.

En eso estaba pensando
el licenciado Linares:
en fantasiosos lugares
en vez de estar diseñando.
Ese día él estaba al mando
de todita la oficina
y se metió en la cocina
aprovechando la fiesta
para echar la buena siesta
después de una gelatina.

Sentado, pues, en la silla, 
cabeceando sin reparo
pensó en algo un poco raro:
Le apretó una zapatilla
o zapato con hebilla
de los que él utilizaba
sólo cuando viajaba
a la feria pueblerina.
Entró, pues a una cantina
y se vio luego que cantaba:

Oh, dios Boccob, el gran sabio,
canta dónde están los héroes
(o, bueno, los antihéroes);
dímelo, guía mi astrolabio.
De lo ocurrido, un resabio
permanece en mi memoria:
recuerdos de fama y gloria,
luchas, premios y medallas
obtenidos en batallas
que pasaron a la historia.

Recuerdo también un risco
y un platanar abundante
(recuerdo muy agobiante;
tanto o más que el basilisco;
merecería un asterisco
con nota al pie del papiro:
“ * Esto fue sólo un suspiro
en medio de la aventura
de ahí en fuera, fue la cura,
cual espiritual retiro,

de la fatiga del mundo”).
Pero basta de coloquio,
circunloquio y vaniloquio,
y vamos a lo profundo,
sin perder ya ni un segundo,
a hablar lo que nos ocupa;
el tema que nos agrupa
y nos reúne en esta instancia
es de vital importancia
y lo observaremos con lupa:

De nuestros héroes, ¿qué ha sido?
¿Qué, de Nuye el formidable,
de Asteroth invulnerable,
de Ludwig, el deprimido?
¿Ali-Khan a dónde ha ido?
¿Qué ha sido de Beahrain-Jeno?
¿Y Frjöpjoffur? ¿Que ya es bueno?
¿Que Georgia lo recompuso?
¿Chuchoriethko se repuso
de su perfidia de lleno?

Boccob: no oigo que gloses...
Si entre tú y el Pelor charlan,
canta tú, Kord; canta, Fharlanghn;
canta, Obad-Hai; los dioses
mayores siempre traen poses
y se creen muy importantes
para hablar con ignorantes
mortales (así nos llaman).
Ellos sólo crean y traman
y proclaman hierofantes.

Y hete aquí lo nunca visto
en la historia conocida;
ni sabio alguno, ni druida,
ni doctor, ni genio, insisto,
pudiera haberlo previsto:
Se hizo de pronto un fuego
y toda deidad del juego
Calabozos y Dragones
para honrar a los campeones
entonó este canto luego:

"Localiza en el gran mapa
donde alguna vez vivieron
los héroes que nos reunieron:
En el Valle de Khal-Appa,
aún ahora, a espada y capa
viven Chuchoriethko y Nuye
(el que dice que no huye)
como los hermanos Borgia.
La lista también a Georgia
y a Ali-Khan, la bruja, incluye.


"(Ella sigue muy tranquila
dando clases en la escuela
y pronto hará a su madre abuela.
Mientras, Nuye ya maquila
una fiesta con tequila
para remojar los belfos.
¡Ni el Oráculo de Delfos
predijo con precisión
la nueva generación
de pequeños brujos elfos!)

"También Frjöpjoffur, si puede,
cuando lo deja el laburo,
pensando que en un futuro
no tan lejano quede
en su tan ansiada sede:
el valle de la araucaria
y no componga maquinaria
sino salte, corra y ría
antes que Alana y Sofía
salgan de la secundaria.


"No muy lejos vive Eufemia

(aunque no esté en la pregunta),
quien fungió de DM adjunta,
a quien esta vida premia
no con premios de academia
ni de institución alguna
sino con vivir en una
linda playa, y de pilón,
un familiar: el hurón
que comparte su comuna.


"Hacia el centro de Gencrah

se levanta Defetonia.
Desde antes de la Colonia
era ya una gran ciudá.
El buen Beahrein vive allá
y —¡vaya cosa!— se ha casado.
Matrimonio consumado:
Daniela Corro Paredes
es el vivo ejemplo, viedes,
del trabajo realizado.


"Puedes continuar el tour:

Si aúpas a tu rocino
y tomas otro camino
que avance, en cambio, hacia el sur
(lo decimos sin albur),
y sostienes bien la brida,
te encontrarás con el druida
Ludwig K., y el paladín
Asteroth, y así, por fin,
completarás la partida.

"Allá han ido, con los años
envejeciendo de a pocos,
unos cuerdos, otros locos,
ya muy sociables, ya huraños.
En los varios entrepaños
de libreros no-olvidados,
los personajes narrados
aprenden de arte y de ciencia
y suman puntos de experiencia
al auspicio de los dados.

"¿Qué otra cosa se le ofrece
a vuesa majestad gloriosa?
¿Quisiera alguna otra cosa
que este panteón pudiese
otorgarle a usted, maese?...
¡¡¡Bardo vil de pacotilla!!!"

Y una larga trompetilla
retumbó en el centro mismo
de la Tierra y un abismo
a la mesa de la silla

para siempre separó
(la silla en la que dormía
el Dungeon Máster, vacía),
y así el delirio acabó
tan pronto como llegó
despertando su emoción;
lo advirtió con aflicción:
los dioses ya se habían ido
y con ellos, el gran ruido,
que dio fin a su canción.

Los miembros de la partida,
aun distantes, no durmieron
esa noche; no pudieron;
lo impidió cruel y aguerrida
una voz desconocida
formada de muchas voces.
Tristes, alegres, feroces
ridículas y muy graves
duras, soberbias y suaves
les susurraban veloces:


"¿Qué sentimiento campea?
¿A qué viene esa congoja?
Mejor busquen ya su hoja
y reúnanse en donde sea.
El chiste es que se vea
que pa’ más la party daba.
Algo el Máster proclamaba
y a nos nos parece bien.
¿Quién dijo septiembre, quién?
¿Finde largo en Orizaba?"

miércoles, 24 de junio de 2015

Heimlich*


Gabriela había decidido que con aquella comida terminaría la temporada de pesadilla que estaba viviendo. El café que degustaba, fino y recién molido, significaría un punto final a todo aquello. Recién cumplía su cuarto mes sin empleo. Había renunciado al anterior, como correctora de estilo para la editora de gobierno del estado, tras la promesa de uno nuevo, en una editorial de prestigio, en donde se desempeñaría cotejando y corrigiendo traducciones: un trabajo mejor pagado y más sencillo, que le permitiría enfocarse de lleno en su obra; al final, y tras una fusión entre esa empresa y otras trasnacionales del ramo (merging, según decía el último, escueto, correo electrónico que recibió), el puesto que le habían ofrecido desapareció, dejaron de contestar a sus correos y hasta el conocido que la había buscado para el trabajo cesó de recibir sus llamadas y aparentemente la bloqueó de Facebook y de Whatsapp.

De haber sido otras las circunstancias que rodearon su renuncia, seguramente hubiese intentado recuperar su antiguo empleo, pero había partido con bombo y platillo, prodigando una larga retahíla de hirientes insinuaciones a quien fuera su jefa directa, quien se sintió gravemente insultada. Insinuaciones, todas, pensadas y bien merecidas. Había partido, pues, como una heroína para sus compañeros, quienes, agazapados en sus respectivos cubículos, sintieron por primera vez defendidos sus derechos. Alguien, incluso, no pudo evitar aplaudir. Fue un solo aplauso, incipiente, que se apagó enseguida, pero que todos notaron. Al dejar aquella bodega húmeda y oscura, respiró largamente, sonriendo, y no pudo evitar sentirse un poco superior a los compañeros que había dejado atrás.

Aquel mismo, funesto, día se agotaba el período de su beca del PECDA; aún no había entregado el trabajo final: le faltaba concluir y pulir el último cuento de la serie proyectada, pero tenía confianza en que podría aprovechar para ello las varias horas diarias de las que dispondría a partir de su renuncia, y terminaría justo a tiempo para integrarse a su nuevo espacio laboral. Todo tenía cariz de miel sobre hojuelas (frase esta última que ella había eliminado varias veces del cuento en el que trabajaba, por considerarla trillada y banal). Pero fue sólo llegar a su casa, y ese futuro imaginario comenzó a derrumbarse.

Gabriela pensaba en eso, en todo eso al mismo tiempo, cuando un comensal cercano se levantó con la cara morada de asfixia. Sus compañeros de mesa dejaron de reírse y comenzaron a gritar pidiendo auxilio. Gabriela salió disparada de su asiento. “Con permiso, con permiso”, dijo, y avanzó entre los mirones que se amontonaron con rapidez. La obstrucción parecía grave; el sujeto ya no tosía ni emitía ruido alguno; estaba claramente a punto del desmayo. Sólo de verlo supo que sería imposible rodearlo con los brazos; las compresiones tendrían que ser torácicas. “¡Soy Gabriela González y conozco primeros auxilios!”. En un solo movimiento, ella jaló al sujeto y colocó una silla entre él y la mesa. “Usted, señor, el de celular; llame al cero sesenta y cinco y notifique que están sufriendo una asfixia por atragantamiento en el restaurante Bianco; mencione la dirección”. Inclinó al enorme tipo sobre la silla, le dijo: “Permanezca tranquilo, voy a intentar expulsar la obstrucción”, y empujó: “¡Uno!”, mississippi, “¡dos!”, mississippi, “¡tres!”, mississippi, “¡cuatro!”, mississippi, “¡cinco!”, mississippi, “¡uno!”, mississippi, “¡dos!...”. Una masa irreconocible salió disparada de la boca del afectado y cayó justo en el florero de cristal que funcionaba como centro de mesa. Algún observador hizo mentalmente la analogía con un pez de carne deshaciéndose en su pecera. El hombre jaló aire con grandes ademanes y recuperó su color rosáceo casi enseguida. Gabriela lo instó a sentarse en medio de una lluvia de aplausos, que a ella le provocaron mucha pena.

Cuando minutos después llegaron los paramédicos, quienes procedieron a realizar un chequeo rutinario, todo parecía estar en orden. Le dijeron al sujeto en cuestión que había tenido mucha suerte; que estuvo cerca de morir asfixiado; que tuviera más cuidado al comer. Él volteó a ver a Gabriela, le dio encarecidamente las gracias y se presentó: “Genaro Gámez, para servirle, en lo que usted desee” y, acto seguido, buscó y le extendió una tarjeta de presentación. Gabriela se presentó también, nuevamente, y le resultó divertido el hecho de que tanto en su apelativo como en el de quien acababa de rescatar (sí, de rescatar, con todas sus letras, aunque le diera tanta pena; y además, era nada menos que la cuarta persona que rescataba en circunstancias similares), el nombre de pila y el apellido compartieran la misma letra inicial: el tipo de casualidades que ella ocupaba en sus textos de ficción. Para entonces, el dueño del local estaba junto a ellos, y buscaba el momento para ofrecer disculpas, prometer comidas de cortesía y, como de paso, eximir al restaurante de toda posible culpabilidad. Con los ojos indicó a un mesero que estaba cerca de ahí que retirara el florero, en cuyo fondo el horroroso bocado no terminaba de asentarse. Al regresar a su mesa y revisar la tarjeta que le habían entregado, Gabriela se percató de que Genaro Gámez era dueño de una editorial de cierto renombre asentada en la ciudad y pensó que al fin, y pese a todo, le sonreía el destino.

Gabriela bebió de golpe el café restante (casi la mitad de la taza), que estaba ya considerablemente frío. Preguntó si le podrían dar otro, de cortesía. El mesero se negó inmediatamente: “No hay refill”, dijo, orondo. Ella le preguntó si le era posible hablar con el dueño, a lo que el mesero respondió que ya se había ido. Gabriela se molestó; pensó: comidas de cortesía, ajá, pero aparentó tranquilidad, pidió la cuenta, pagó y se fue.

Tomó, como solía, el camino equivocado, hacia la casa que había compartido durante casi cuatro años con su pareja, quien ese mismo horrible día del que ya hemos hablado le informó, mediante una llamada telefónica, ya un poco tarde en la noche, que no seguirían juntos, que no se preocupara, que él se iría de la casa, que ya había llamado a una mudanza y que enviaría por sus cosas a la mañana siguiente. Recordó al caminar que hasta después de aquella llamada reparó en las muchas cajas que había en la sala; tan ensimismada había estado cuando llegó, tras su renuncia.

La tristeza de aquel día, si bien no había terminado de pasar, regresó con fuerza renovada. Desde entonces, sucedió el incidente por el cual seguía sin trabajo (desarrolló en ese tiempo un sentimiento parecido al odio contra la palabra merging), se había gastado sus ahorros entre el pago íntegro de un par de meses de renta con todo y servicios y la muy reciente mudanza final, a su vieja habitación en casa de sus padres (la cual, para su disgusto, seguía decorada como un cuarto infantil, con, por ejemplo, decenas de peluches en distintos estantes y sobre la cama). A pesar de que se alegró de ver a sus padres entusiasmados con la idea de su regreso, ella consideró el hecho como una derrota deshonrosa para su vida. Tras la enésima discusión con su madre, quien desde luego la trataba como a una niña, decidió gastar el poco dinero que le quedaba en comer en ese restaurante, al que siempre había querido ir con su ex novio.

Al otro día, por la mañana, se apersonó en la editorial de la cual Genaro Gámez era dueño y solicitó hablar con él; “de parte de Gabriela González”, dijo; “nos conocimos ayer, en el restaurante Bianco”. Llevaba una carpeta con su curriculum vitae y algunas muestras de su trabajo editorial. “Que si qué se le ofrece, que no puede recibirla en este momento”, le dijo la recepcionista, mientras mascaba sonoramente un chicle (Gabriela eliminó a un personaje similar de uno de sus cuentos, por lo mismo, por trillado; le pareció entre curioso y exasperante que hubiese gente así en la vida real). “Quiero ofrecer mis servicios como editora”, dijo; “esperaba poder hablar con él en persona”. El personaje a quien ella había expulsado de su cuento actuó previsiblemente, diciéndole que le dejara la carpeta, que ellos la llamarían.

Para su sorpresa, en efecto hubo una llamada, ese mismo día, por la tarde. La voz chillona (sí, era ésta el absoluto, insoportable, arquetipo de la secretaria) del otro lado del auricular la invitaba a una reunión con el señor Gámez al día siguiente a las dos de la tarde en el restaurante en que se habían conocido, pues él quería convidarle la comida tranquila que, en sus palabras, le había robado el día anterior, y asimismo, hacerle una propuesta de negocios. Ella accedió, con cierto entusiasmo.

Tuvo un poco de problemas para elegir su atuendo; al final, se decantó por un traje sastre que le prestó su mamá (y que le quedaba mucho mejor a ella). Llegó puntual a la cita; había una mesa pequeña reservada. El capitán de meseros le indicó que el señor Gámez llegaría un poco tarde, pero que había dejado instrucciones para que la atendieran a su gusto. Le pareció un excelente detalle. Pidió sólo un vaso de agua, y se dispuso a esperar.

Cuando Gabriela estaba ya por irse, tras casi dos horas, Gámez apareció en la entrada del restaurante, un tanto sudoroso. A ella le recordó un puerquito sonriente, y le extrañó que no llevara la carpeta. Casi podría decirse que él se sorprendió al verla, pero se disculpó en forma efusiva, con grandes aspavientos, como aparentemente hacía todo. Pidió una botella de vino y la carta; solicitó que acercaran su silla a la de Gabriela. Este hecho la incomodó considerablemente. Gámez adujo que prefería estar cerca para hablar de negocios, pues en estos casos era un “apasionado de la discreción” (esas fueron, por lo menos, sus palabras, que Gabriela, por supuesto, no creyó).

Su anfitrión llamó por su nombre a un mesero, pidió de entrada una ensalada de mozzarella de búfala y solicitó que le recitaran el especial del día. Comenzó entonces a hablar, a grandes voces, de cuando él había llegado a la ciudad, años atrás, y había puesto su incipiente empresa editorial; que entonces ese restaurante era una fonda en el que él comía casi a diario; que le había costado mucho trabajo ascender; que la edición era una labor ingrata, pero por supuesto tenía sus momentos de felicidad. Cuando Gabriela comenzaba a impacientarse, Gámez cambió el tono de su conversación, y comentó que estaban viviendo tiempos difíciles, y habían tenido que despedir en fechas recientes a mucha gente valiosa, que desgraciadamente no tenían espacio para ella en ese momento, pero que seguramente podían ocupar otras habilidades suyas. Gabriela escuchó con desagrado el énfasis en la palabra “habilidades” y, en ese momento, sintió la fofa mano del tipo asentándose sobre su muslo derecho, por debajo de la mesa. Se levantó, indignada, y sin decir palabra se dirigió a la salida.

Al llegar a su casa (o sea, a la casa de sus padres), se encerró en su recámara y lloró, como tantas veces siendo niña. Sintió que se cernía sobre ella una nueva depresión, pero en esta ocasión no la dejó avanzar. En un arrebato, comenzó a embolsar los peluches con la intención de regalarlos en donde pudiese, desmontó las estanterías, cambió las sábanas, quitó los cuadros de las paredes, reacomodó su habitación. Al terminar, se sentó a la computadora, revisó nuevamente su curriculum y lo envió a todos sus conocidos, anunciando que buscaba empleo; luego, preparó su perfil en diferentes sitios web de búsqueda de trabajo; por último, terminó, en un par de horas, el cuento que había dejado inconcluso durante meses, revisó la colección completa, y la envió a su asesor del PECDA.

A los pocos días, y con cierta calma que le daba el haber recién terminado una traducción que le permitiría vivir con holgura durante un par de meses, se convidó a sí misma una buena comida en Bianco, para cerrar ciclos, se dijo a sí misma. Sus gustos eran frugales, pero se permitió algún pequeño exceso en el postre. Por fin había comido ahí con tranquilidad y sin interrupciones. Ya había pagado la cuenta, y disfrutaba su café. Era realmente bueno. Se sintió plena por primera vez en mucho tiempo.

En eso, un hombre a quien ella nunca había visto, que departía con gran pompa en una celebración de cumpleaños en una mesa cercana se levantó y, con desesperación, agitó los brazos y se llevó las manos al cuello, señalando claramente que se asfixiaba. Sus tosidos, al principio insistentes, se fueron poco a poco separando, y luego cesaron. Casi enseguida su cara se tornó pálida y después morada.


Gabriela terminó su infusión lenta, parsimoniosamente.


                 

*Publicada originalmente en la sección Cultura y Letras de La Jornada Veracruz, en su edición del domingo 10 de mayo de 2015. Olvidé, aunque ya lo había pensado, dedicárselo a mi madre. Pft.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

S/T

El tiempo es un animal imprevisible

Se alimentó de nuestros días
y hoy en el pensamiento parecen aún más lejanos

Como si hubiesen conquistado la otra orilla sin nosotros

Nuestro calor
Ha sido acaso un sueño mutuo

Tú me soñaste
Yo te soñé
Cada uno era perfecto en el sueño del otro
el mundo giraba vertiginoso
sin importancia

Un sueño profundo
que se desvanece
en la diáfana irrealidad de los recuerdos.

viernes, 5 de diciembre de 2014

La barca*


De manera aparentemente inexplicable dije “Heinrich Heine” al despertar de ese mal sueño, del que sólo persistía un dejo de angustia (decir que la recordaba sería excesivo). De Heine sólo sabía algunos rasgos biográficos generales que había aprendido en una clase de la universidad, en que leí unos pocos poemas suyos. Este hecho, y el de haberlos olvidado por completo eran accesorios a la sensación de desasosiego, pero todo vino a mí en un alud de imágenes e impresiones vívidas fracciones de segundo antes de la conciencia de uno mismo que acompaña el despertar. Ésta trajo, además, la noción de que sufría un acceso de asma, y de que era tarde para ir a la oficina. Me percaté de que Lamia no había vuelto de su entrenamiento de remo, pero no me extrañó, pues desde que había renunciado a su trabajo era cada vez más frecuente que se fuera a desayunar con sus compañeros.
            A pesar de la hora decidí manejar a lo largo del malecón. Era una mañana fría. El mar estaba un poco agitado. Su tonalidad plateada reflejaba apenas los rayos de sol que lograban pasar entre las nubes y me infundió una alegría inesperada.
            En el transcurso del día vinieron a mi mente algunos títulos de poemas de Heine (“El emperador de la China”, “Insomnio”, “La barca”…), sin orden ni concierto. Me prometí buscarlos y leerlos en cuanto tuviera oportunidad, pero no me preocupó demasiado. Cuando quise mandarle un mensaje a Lamia, me di cuenta de que, con las prisas, no había tomado el celular. Llamé un par de veces a casa desde el teléfono fijo de la oficina, pero no hubo respuesta.
            En el trabajo no aconteció nada memorable. Antes de salir llamé una última vez al celular de Lamia y luego a casa pero, de nuevo, nadie contestó. Pensé que ella podría estar en el baño o atendiendo otra llamada o que no tenía ganas de contestar el teléfono; a veces le pasaba, sobre todo cuando estaba deprimida. Decidí pasar por comida china, que era nuestra favorita, y por una planta de sombra, de las que le gustaban… Ella detestaba que le llevara flores. Me decía que por favor no le llevara moribundos a la casa. O cadáveres, a veces las llamaba cadáveres.
            Todas las luces estaban apagadas cuando estacioné el automóvil.
            Ya frente a la puerta me percaté de que, por supuesto, no me había llevado las llaves. Tras tocar el timbre y llamar a voz en cuello en repetidas ocasiones, rompí una ventana con una maceta para poder entrar.
            Ya dentro, acomodé la maceta con su planta donde pude y fui enseguida a revisar mi celular. Dieciocho llamadas perdidas, todas de Lamia. Me preocupé indeciblemente. Le llamé varias veces, pero no hubo respuesta. Le dejé un mensaje en el buzón de voz. No sabía qué más hacer y la preocupación se fue pasando. Pensé que si había alguna mala noticia, a esas alturas ya la sabría. Tomé un largo baño, pues había sido un día cansado, me vestí para dormir y cené mi porción de fideos y pollo agridulce viendo el televisor. Tomé un té, me lavé los dientes y me dispuse a dormir. Intenté contactar de nuevo a Lamia. Nada. Ya era un poco tarde para llamar a sus padres y no quería preocuparlos. Al final, les mandé sendos mensajes de texto a un par de sus compañeros del equipo de remo, y luego a Sandra y a Leticia, sus amigas más cercanas, con las que, dicho sea, nunca había podido llevarla en paz, preguntando si sabían algo de Lamia y, sin entender bien por qué, me puse unos jeans, unos tenis y una camiseta. No me decidía a salir: ¿A dónde iría? ¿Qué tal si me iba y Lamia llegaba de repente a la casa? No parecía conveniente iniciar una incómoda, preocupante e infructuosa búsqueda. A pesar de todo, me dispuse a hacerlo, dejándole una nota en el espejo, por cualquier cosa. Mientras la escribía tocaron el timbre. Era su hermano Samuel.
            Llegué al hospital poco antes de la medianoche. En el transcurso del viaje, Samuel me contó lo que sabía. Lamia salió junto con el equipo de remo a practicar por primera vez en trainera (una embarcación para trece remeros; de las pocas que se utilizan comúnmente en el mar). Al parecer, cuando recién habían salido de la zona protegida por la bahía, comenzó a llover de manera tempestuosa; apenas, con gran esfuerzo, lograron regresar y, en cuanto atravesaban la línea invisible que divide a la dársena del mar abierto, una última ola se irguió iracunda (esas fueron las palabras que Samuel utilizó, lo que no deja de ser curioso) y lanzó la embarcación contra una escollera. Casi todos habían resultado con heridas que, aunque profundas, no eran peligrosas, pero Lamia se había golpeado la cabeza y Gustavo, el entrenador, había muerto.
            Al principio no me querían dejar pasar, pero tras alguna insistencia de mi parte, y tras haber informado Samuel que yo estaba casado con la paciente, los entumidos monigotes de la recepción cedieron y pude entrar a la sala de terapia intensiva. Samuel se quedó firmando unos papeles y efectuando las debidas acreditaciones.
            Me impresionó ver a Lamia recostada ahí, indefensa, irreconocible, por lo inflamado de su cara. Una gasa cubría desde la comisura de su boca hasta el pómulo derecho: tenía una herida abierta. Me senté junto a la cama y tomé su mano. Sentí un ligero temblor. Al poco abrió los ojos. Un nudo apretó mi garganta. Ella comenzó a llorar. Intentó incorporarse; la detuve. Me levanté para darle un beso en la frente. Lamia estiró su brazo y lo pasó detrás de mi cabeza. Cuando me acerqué a ella, aún sollozando, me dijo en el oído, quedito, muy quedito: “quiero el divorcio”.
            Con los meses, el vacío que esas palabras me dejaron en la boca del estómago había sido desplazada por un enojo creciente, pero el desconcierto seguía siendo el mismo. Todo este tiempo estuve perplejo, adolorido... A mi rutina diaria sumé el repaso —a veces, en forma mental, a veces por escrito— de todo lo que sucedió durante ese aciago día. Hoy, finalmente, he recordado el sueño.
            En él, un grupo de alemanes con vestimenta del siglo XVIII (yo sabía que todos eran alemanes, aunque no tenían rasgos o características que los distinguieran como tales, ni alcanzaba a escuchar lo que decían) reía de manera profusa mientras subía a una pequeña embarcación. El sol era imponente. Una mujer que tenía la sonrisa de Lamia iba con ellos. Entre bromas, los alemanes se alejaron de la playa; se desataba una tormenta; ellos intentaban regresar;  cuando estaban a punto de lograrlo, la embarcación chocó contra las rocas de una escollera. Todos los sonrientes alemanes eran engullidos por el mar.
            De ser un poco más cándido, creería sin duda que esa mañana viví una experiencia extrasensorial. Y aunque mi sensatez no me permite aventurar esa clase de explicaciones, no puede pasar desapercibido el hecho de que en el momento mismo en que mi esposa y su equipo de remo sufrieran la pérdida de su embarcación en una escollera, yo soñara con una situación similar, representación de la anécdota del poema “La barca”, de Heinrich Heine.
                 

*Publicada originalmente (en una versión anterior) en el número 5 de la revista digital Litoral-e del Instituto Veracruzano de la Cultura, hacia marzo de 2012.

martes, 28 de octubre de 2014

Balada del cordero*



Omar Hearn Ficcissollo, músico michoacano de padre trinitario y madre italoamericana, llegó a ser muy famoso por sus asiduas colaboraciones con Manuel M. Ponce y Carlos Chávez (quienes habían sido sus maestros en el Conservatorio Nacional) a mediados de los años treinta del siglo pasado, en un momento inmejorable para el llamado movimiento nacionalista, en el que por fin se recogían los frutos de su arduo trabajo. La Orquesta Sinfónica de México (OSM) recibía ya el aplauso internacional, y nadie recordaba las silbatinas de sus primeros días, cuando con audacia y temeridad se habían atrevido a interpretar frente a un público neófito, producto de una sociedad en formación, obras de Manuel de Falla, Igor Stravinski o Maurice Ravel.
                  La opera prima de Hearn, Vernácula entre las tres y las cuatro (1936), fue muy bien recibida por el público y la crítica, que en algún momento lo consideró “el músico mexicano joven más prometedor de su generación” (Enríquez, 1936).
                  Hacia 1944, tras un período oscuro en que muy poco se supo de él —vivió en París, La Habana, Londres y Nueva York, y se le creyó muerto en la guerra—, se recibió con entusiasmo la noticia de su regreso a México. Sus obras y colaboraciones habían ganado reputación en su ausencia y él era más famoso que nunca. Varias de estas composiciones se encontraban asiduamente en los repertorios populares que la OSM interpretaba en cientos de escenarios de México y de todo el mundo.
                  Cuando se filtró a la prensa la noticia de que Hearn estaba preparando una nueva presentación, el público enloqueció. Manuel M. Ponce incluso cometió la indiscreción (muchos dicen que con toda la intención de crear expectativa para el regreso de su alumno a los escenarios mexicanos) de filtrar el nombre a la prensa: Balada del cordero, Concierto para guitarra, cuarteto de cuerdas, bombo y platillos, y de comentar que estaba muy entusiasmado con el sonido que Hearn había logrado; “algo distinto —aseguraba el maestro— a todo lo que había escuchado antes […], más efervescente aún que el jazz”. Según se cuenta, muchos creyeron que esta extraña descripción se trataba de disparates inventados a modo de broma o debidos a un acceso de locura del eminente músico, que para entonces pasaba de los sesenta años. Se sabe de cierto que el comentario no tuvo demasiada repercusión, para bien o para mal, entre el posible público del magno evento.
                  Hearn se negó a dar información a los medios a pesar del constante asedio de los reporteros, y todo lo que se supo fue que había comprado un pequeño teatro en el sur del Distrito Federal seis meses antes del día en que se tenía planeado el estreno.
                  El músico planeó cada detalle a profundidad. Reacomodó las butacas del lugar, fijó nuevos puentes y cabezales, recompuso paredes y pisos...; como lo demuestran numerosos estudios posteriores, hizo de aquel modesto teatro una enorme caja de resonancia.
                  Al abrirse al público la venta de los boletos, una multitud de mayordomos, amas de llave y gendarmes se desbordó sobre las taquillas: Toda la alta sociedad mexicana acudió puntual a la cita el día del estreno. Menudearon las presentaciones y los encuentros en la antesala del concierto. Miembros de las más altas esferas políticas, así como de la farándula y de la burguesía departieron en una efusión extravagante de champaña, sonrisas falsas y naricillas respingadas. Cuando por fin se abrieron las puertas y todos tomaron sus lugares, el músico, de modo contrario al que marcan las costumbres, dio una bienvenida a la concurrencia y agradeció que hubieran asistido.
                  Al día siguiente, los principales periódicos de la nación daban cuenta de aquel concierto que tanta expectativa había creado: "Un absoluto fiasco"; "una pieza caótica, estridente"; "un insulto a los oídos"; "un vulgar ejemplo de lo perjudicial que es el viaje para el espíritu humano"; "un concierto fallido desde el título (dado que el sonido que hacen los corderos se llama balido y no balada)"... Casi todo el público había huido horrorizado del lugar.
                  Hearn nunca pudo recuperarse por completo de aquel gran fracaso y, tras quemar las reproducciones de su obra, y vender el amplio solar en que había proyectado su mansión en las todavía llamadas Chapultepec Heights, se retiró a su hacienda-viñedo en Valle de Bravo a encargarse de sus asuntos de negocios, acrecentar su biblioteca, cazar, leer, escribir y educar a sus hijos, sin preocuparse más por la vida pública.
                  Por fortuna, y para bien de la historia de la humanidad, uno de los hombres que Hearn contrató para la renovación y mantenimiento del teatro (que tras el rotundo fracaso de la Balada... cerró sus puertas para siempre) rescató del fuego algunas de las hojas pautadas en donde Hearn había garabateado su último concierto, y esas hojas han sido recientemente expuestas al conocimiento de las masas por voluntad del nieto de aquel visionario y leal trabajador —que ha querido mantener el anonimato—.
                    He leído esta mañana algo de la música que esa hoja alberga, silenciosa, en sus trazos firmes y elegantes. Me ha abrumado. La intensidad en el uso del contrapunto del cello, el incesante martilleo del bombo y los platillos, el violento rasgueo de la guitarra... Para el próximo fin de mes se ha formado una expedición a las ruinas de aquel viejo teatro con la intención de preparar ahí un nuevo concierto. No tengo la menor duda de que las paredes diseñadas por el músico generarán una rara especie de retroalimentación reverberante. Si mis nociones de solfeo y mi intuición no me fallan, el concierto sonará muy parecido a lo que ahora se conoce como metal progresivo.
                 

*Versión publicada en la Revista Cinzontle, de la División Académica de Educación y Artes de la UJAT (enero-junio 2013, disponible para el público general hacia mayo de 2014).