viernes, 28 de agosto de 2009

La noche

Siempre utilizo el dentífrico de abajo hacia arriba, me lavo los dientes, durante cinco minutos, tres veces al día, enjuagándolos y volviéndolos a lavar en repetidas ocasiones. Cuando tomo café –a veces lo hago incluso sin el café–, suelo rechinarlos y practicar mordidas hasta lograr un sonido que me deje satisfecho. A veces, en lugar de eso, pronuncio el sonido [t], [k], [p], o algún otro asignado a una consonante oclusiva, y tampoco me detengo sino hasta lograr el sonido perfecto (he pasado largas noches sin dormir por ello). Me rasuro ingle y testículos al menos una vez al mes, pues detesto el olor que se genera en el vello púbico cuando crece demasiado (esto, además, fascina a las mujeres). Siempre llevo jabón en la mochila, con el que lavo mis manos, hasta los codos, en múltiples ocasiones a lo largo del día (casi nunca pasan de las veintisiete, pero he llegado a contarme hasta treinta y tres). Compro sábanas cada semana. Es una de mis grandes aficiones. Siempre busco alguna que no haya tenido aún en las grandes tiendas departamentales. Deben ser lisas, sin estampado alguno. Una vez le pedí el favor de comprármelas a un amigo. Me llevó unas amarillas horribles, con una trama de cuadros marrones que no me dejó dormir.

No niego que siempre he sentido algún sutil gusto por el orden. Me mantiene atento; me permite estar interesado en el mundo. Me gustan el café y la cerveza tibios. Y el orden. Nunca he podido mantener un empleo, pero en verdad nunca lo he necesitado. Suelo pasar tardes enteras en las bancas de un parque mirando a la gente. Me he hecho amigo de uno que otro globero, de algún mediocre mimo y de los drogadictos en rehabilitación que venden helados en carritos con forma de cisne o de paloma. A menudo platico con los boleros y compro el periódico en el kiosko de la esquina antes de enfilar al café-galería desde cuya terraza se puede observar una gran parte de ciudad (tras terminar el café y el periódico, me lavo las manos frenéticamente en su baño... con mi jabón, desde luego).

Hoy, sin embargo, me siento disperso. Me he sentido incómodo durante todo el día, como fuera de mí, desde que desperté junto a esa chica que conocí durante mi brevísimo paso en el último empleo. Salí temprano y ella no quiso levantarse, por lo que no pude tender la cama, lo que me ha tenido preocupado, pues tendré que hacerlo en cuanto llegue, lo que no tendría sentido, pues la volvería a destender para dormir muy poco tiempo después. Además no he puesto a lavar las sábanas nuevas, y no pienso dormir en ésas, que están sucias. No sé qué haré. Tal vez saque la sleeping bag y duerma en el suelo. Y todo por su culpa.

Hoy es martes y toca comprar libros. En esta actividad es en la que me permito más licencias pues, aunque tengo un catálogo con la lista de los libros que quiero (y que no podré terminar, ya no de leer, sino de comprar, en toda la vida), hay ocasiones en que me doy la libertad de llevar alguno que me llame la atención aunque no esté en él. Me cuesta trabajo escogerlo y me he arrepentido en más de una ocasión, pero insisto en que vale la pena hacerlo, pues también me he llevado agradables sorpresas.

Esta vez, el turno será para Paul Auster. Me sigue sorprendiendo que después de siete años no haya aún terminado con la A. En este lapso he cambiado de sistema en un par de ocasiones, con el objeto de expandir mis posibilidades. Por el momento, lo que hago es tener una lista, en orden alfabético, de los autores que me interesan, y una lista secundaria de obras maestras de la literatura universal. Todos los martes compro tres libros: sigo el orden de la primera lista, escojo alguno de la segunda y busco en las librerías uno más, cualquiera, que me llame la atención. Si esto no sucede, regreso entonces a la primera lista para pedir al encargado el título del ejemplar que toque enseguida. Soy la única persona de las que conozco que ha leído cada uno de los libros de su biblioteca al menos una vez.

Hoy no ha sido un buen día. Hubo un desfile por alguna barbaridad basada en una mentira que se cuenta como historia oficial, y demasiada gente en el café (seguramente escapando, como yo, del evento en la plaza principal del parque). Además, cuando apenas tomaba el primer sorbo, ella habló a mi celular desde mi casa, preguntándome si iba yo a tardar. ¿Qué se piensa? Apenas la conozco. Tal vez debería hablarle de vuelta y aprovechar que sigue ahí para pedirle que meta a lavar mis sábanas nuevas. La verdad no es mucho trabajo. Mi lavadora tiene una secadora incluida y ella sólo tendría que ponerla a trabajar una sola vez. Debería pedirle también que tendiera la cama, pues fue por su culpa que yo no pude hacerlo, pero eso podría parecer demasiado. Aunque ella tenga la culpa.

No debería enojarme así. Ya no estoy para eso. Hace pocos meses descubrí mi primera cana. Esto no me deprime. Todos envejecemos. Es sólo que no deja de tener algo de terrible descubrirlo en carne propia.

Regreso a casa para topármela en la puerta. Aún no se ha bañado y huele a sexo. Ha preparado de comer y dejó un batidero en la cocina. Le preguntó por qué lo ha hecho. Ella levanta los hombros. Estoy seguro de que es porque ella no tiene comida en su casa, lo cual no deja de molestarme un poco. Las sábanas nuevas están lavadas. Yo hago la cama. Al ver las otras, revueltas, recuerdo la noche anterior. Yo ya la había notado antes, y ella ya me había invitado a salir. Yo no podía –o no quería– ir. Ella ha seguido insistiendo, y finalmente nos encontramos ayer en un café del centro. Me hartó enseguida con su plática. Todo en ella me pareció artificioso, ensayado. La descifré en pocos minutos (es de esas tipas que ha desperdiciado su vida en hoyos fonqui y tiene por amigos a una bola de imbéciles que conforman o están alrededor de los imbéciles grupitos de rock pseudo artístico con ínfulas de grandeza que se fusilan música, ideas y hasta el look prefabricado de todo lo que está de moda en Milán o Nueva York) y pensé en pararme y dejarla hablando sola –algo que hice en cierto modo, aunque no físicamente–, pero la poderosa sexualidad que destilaba por cada uno de sus poros me mantuvo sobre la silla, de lo que no dejo de estar arrepentido.

El cabello –me di cuenta más tarde– le apestaba a marihuana y cigarrillos. La marihuana por sí misma no apesta, pero al ser absorbida por el cuerpo y expulsada por las glándulas sebáceas del cuero cabelludo, hace que en el pelo se forme una delgada capa de suciedad con un olor muy específico, nada agradable.
El sexo fue largo, salvaje y sucio, casi doloroso; decadente, pero no por ello menos placentero. No sé en qué momento de la noche ella decidió quedarse a dormir, y yo tuve que soportar su asqueroso cabello en mi cara y –lo que tal vez sea peor– en mi almohada. No quería dejar que fuera a bañarme, pero al final lo logré: ella estaba ya dormida. Cuando volví, tuve mucho cuidado para no despertarla, pero ella lo hizo de todos modos y tuve que coger con ella de nuevo. Esto se repitió en varias ocasiones hasta que salí de la casa, casi con ella colgada, desnuda, de mi cuello. Estuve a punto de perderme la salida del sol (esto nunca me ha pasado).

Ahora tengo sueño y se me hace imposible leer los libros que compré esta mañana. Me quedé dormido tras comenzar a leer Fantasmas. Me provocó una sensación de déjà vu. Tal vez ya lo haya leído antes. Al despertar huelo la cena. El sol se pone a través de la ventana que tengo a mis espaldas y toda la habitación se tiñe de rojo. No puedo creer que ella siga aquí, pero no sé cómo decirle que se vaya. Me llama a cenar. Esto es inaudito, pienso. Ella luce más vieja que hace un rato, aunque bien puede ser la falta de maquillaje. Al menos ya se bañó. Tiene puestos unos pants y una sudadera. No puedo evitarlo y le pregunto si piensa quedarse a dormir. Ella se ríe y dice que sí. Eso definitivamente me molesta y lucho por no hacerlo notable. Me pregunta qué libros compré hoy; ante mi estupefacción, replica que es martes y, tras repetir la pregunta, dice que me vio entrar con la bolsa de una librería. Le respondo a regañadientes. Al entrar al baño, mientras me desnudo frente al espejo pienso que tal vez no es tan malo que ella se quede. Percibo un par de canas nuevas y que ya me toca rasurarme y saco el rastrillo del botiquín. Ella abre ligeramente la puerta del baño y dice que esperará en la recámara. Extrañamente esto no me molesta, y pienso que tal vez pudiese acostumbrarme. Me levanto de la tina, quito el tapón y abro la regadera para darme la segunda enjabonada. Ella vuelve a asomarse y me dice con ternura que he olvidado nuevamente tomar mi medicina. Asiento sin hacerle mucho caso. Salgo, por fin, del baño, que está lleno de vapor.

La noche se ha tornado fresca de repente.

5 comentarios:

Rodrigorum dijo...

¿cinépolis? :P

Saludos.

Pac Morshoil dijo...

JA.

¡La etiqueta, hermano!; ¡la etiqueta! (y no, no me refiero a la etiqueta como corrección o compustura, desde luego o_O). Jo.

Es ficción. Esta chica es, podría decirse, un pastiche.

Salús =).

Armandís de Mina dijo...

Pobrecita muchacha mariguana, no sabe con la clase de loco que se metió.

Tuve déjà vu al leer este texto, como el protagonista al leer Fantasmas.

¿Por qué será?

:P

Unknown dijo...

Mejor no te acostumbres y sácala, yo sé lo que te digo...

Pac Morshoil dijo...

Por cierto, este texto fue publicado en el número 15 de la revista Lenguaraz.