jueves, 6 de agosto de 2009

One side will make you grow taller and the other side will make you grow shorter (o San Isidro)

(Segunda parte de Esbetunes y Paquello salieron a la montaña)

[Me encontré con este viejo texto en la oficina; lo comparto, pues, con todos]

Tras considerar por un instante la futilidad de cualquier enunciación relativa al estado reflexivo y a la mágica iluminación a la que llevan —e incluso, reprocharse a uno mismo la necedad al intentar hacerlo—, quedan solamente los destellos, las formas y las danzas, los cantos, los colores y la intensa satisfacción de saber que el universo respira con nosotros: la energía innata, el fuego interno, el resabio del aroma del incienso que nos ofrecieron hace miles de años, cuando fuimos dioses.

Cualquier palabra es vana, por su artificialidad, por su naturaleza de constructo. No hay, no puede haber palabras mágicas. Mucho menos palabras divinas, que prodiguen la existencia, que promuevan la virtud. Nada dicho, nada escrito, ni siquiera la poesía, puede siquiera asemejar la sensación de reconocerse de nuevo en todos los elementos que componen al mundo: aire, agua, fuego, árbol, piedra, hueso, carne. Todo en sí y no las palabras que lo nombran —las palabras, más bien, con las que lo nombramos—. Una misma y única pasión invade ese ente perfecto, ese Behemoth terrenal, gólem de sangre, construido a imagen y semejanza de cada uno de sus componentes.

Lo mismo que nos nombra y nos aprehende; lo mismo que nos permite conocer, nos restringe, nos destroza, nos ahoga con sus trazos, con su reducido número de sonidos defectuosos, de imperfectas estructuras, tan lejanas del idioma original que utilizaron los ancestros y que sigue latente en el resto de las cosas. De nuevo, olvidar todo lo dicho, lo recorrido. Olvidar el sueño y el cansancio y dejarse llevar.

Acaso la música, la más primigenia —también, acaso, la más pura— de las formas de arte, pueda, si no describir (después de todo, ningún sentido tiene el intentarlo), sí convivir en tiempo y en espacio con todo lo demás, marcando las pautas (de nuevo, no per se, sino mediante la perfección de su armonía) de esa soberbia, inconcebible respiración universal.

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