lunes, 31 de agosto de 2009

Una linda versión de "Black hole sun"

Al ver este video recordé, desde luego, al buen Rechy Tenenbaum quejándose de la manera en que Cornell se vendió de feo modo y atravesó la línea que separa la música como arte de la música como producto.

De todos modos, a mí me han gustado mucho algunas rolitas, como "Like a stone" o "Sunshower", y, por supuesto, algunas versiones de las ever-great Soundgarden classics, como esta.

Detallazo el que un otrora metalero ponqueto utilice las chancletillas esas. Ya puta hippie.

viernes, 28 de agosto de 2009

La noche

Siempre utilizo el dentífrico de abajo hacia arriba, me lavo los dientes, durante cinco minutos, tres veces al día, enjuagándolos y volviéndolos a lavar en repetidas ocasiones. Cuando tomo café –a veces lo hago incluso sin el café–, suelo rechinarlos y practicar mordidas hasta lograr un sonido que me deje satisfecho. A veces, en lugar de eso, pronuncio el sonido [t], [k], [p], o algún otro asignado a una consonante oclusiva, y tampoco me detengo sino hasta lograr el sonido perfecto (he pasado largas noches sin dormir por ello). Me rasuro ingle y testículos al menos una vez al mes, pues detesto el olor que se genera en el vello púbico cuando crece demasiado (esto, además, fascina a las mujeres). Siempre llevo jabón en la mochila, con el que lavo mis manos, hasta los codos, en múltiples ocasiones a lo largo del día (casi nunca pasan de las veintisiete, pero he llegado a contarme hasta treinta y tres). Compro sábanas cada semana. Es una de mis grandes aficiones. Siempre busco alguna que no haya tenido aún en las grandes tiendas departamentales. Deben ser lisas, sin estampado alguno. Una vez le pedí el favor de comprármelas a un amigo. Me llevó unas amarillas horribles, con una trama de cuadros marrones que no me dejó dormir.

No niego que siempre he sentido algún sutil gusto por el orden. Me mantiene atento; me permite estar interesado en el mundo. Me gustan el café y la cerveza tibios. Y el orden. Nunca he podido mantener un empleo, pero en verdad nunca lo he necesitado. Suelo pasar tardes enteras en las bancas de un parque mirando a la gente. Me he hecho amigo de uno que otro globero, de algún mediocre mimo y de los drogadictos en rehabilitación que venden helados en carritos con forma de cisne o de paloma. A menudo platico con los boleros y compro el periódico en el kiosko de la esquina antes de enfilar al café-galería desde cuya terraza se puede observar una gran parte de ciudad (tras terminar el café y el periódico, me lavo las manos frenéticamente en su baño... con mi jabón, desde luego).

Hoy, sin embargo, me siento disperso. Me he sentido incómodo durante todo el día, como fuera de mí, desde que desperté junto a esa chica que conocí durante mi brevísimo paso en el último empleo. Salí temprano y ella no quiso levantarse, por lo que no pude tender la cama, lo que me ha tenido preocupado, pues tendré que hacerlo en cuanto llegue, lo que no tendría sentido, pues la volvería a destender para dormir muy poco tiempo después. Además no he puesto a lavar las sábanas nuevas, y no pienso dormir en ésas, que están sucias. No sé qué haré. Tal vez saque la sleeping bag y duerma en el suelo. Y todo por su culpa.

Hoy es martes y toca comprar libros. En esta actividad es en la que me permito más licencias pues, aunque tengo un catálogo con la lista de los libros que quiero (y que no podré terminar, ya no de leer, sino de comprar, en toda la vida), hay ocasiones en que me doy la libertad de llevar alguno que me llame la atención aunque no esté en él. Me cuesta trabajo escogerlo y me he arrepentido en más de una ocasión, pero insisto en que vale la pena hacerlo, pues también me he llevado agradables sorpresas.

Esta vez, el turno será para Paul Auster. Me sigue sorprendiendo que después de siete años no haya aún terminado con la A. En este lapso he cambiado de sistema en un par de ocasiones, con el objeto de expandir mis posibilidades. Por el momento, lo que hago es tener una lista, en orden alfabético, de los autores que me interesan, y una lista secundaria de obras maestras de la literatura universal. Todos los martes compro tres libros: sigo el orden de la primera lista, escojo alguno de la segunda y busco en las librerías uno más, cualquiera, que me llame la atención. Si esto no sucede, regreso entonces a la primera lista para pedir al encargado el título del ejemplar que toque enseguida. Soy la única persona de las que conozco que ha leído cada uno de los libros de su biblioteca al menos una vez.

Hoy no ha sido un buen día. Hubo un desfile por alguna barbaridad basada en una mentira que se cuenta como historia oficial, y demasiada gente en el café (seguramente escapando, como yo, del evento en la plaza principal del parque). Además, cuando apenas tomaba el primer sorbo, ella habló a mi celular desde mi casa, preguntándome si iba yo a tardar. ¿Qué se piensa? Apenas la conozco. Tal vez debería hablarle de vuelta y aprovechar que sigue ahí para pedirle que meta a lavar mis sábanas nuevas. La verdad no es mucho trabajo. Mi lavadora tiene una secadora incluida y ella sólo tendría que ponerla a trabajar una sola vez. Debería pedirle también que tendiera la cama, pues fue por su culpa que yo no pude hacerlo, pero eso podría parecer demasiado. Aunque ella tenga la culpa.

No debería enojarme así. Ya no estoy para eso. Hace pocos meses descubrí mi primera cana. Esto no me deprime. Todos envejecemos. Es sólo que no deja de tener algo de terrible descubrirlo en carne propia.

Regreso a casa para topármela en la puerta. Aún no se ha bañado y huele a sexo. Ha preparado de comer y dejó un batidero en la cocina. Le preguntó por qué lo ha hecho. Ella levanta los hombros. Estoy seguro de que es porque ella no tiene comida en su casa, lo cual no deja de molestarme un poco. Las sábanas nuevas están lavadas. Yo hago la cama. Al ver las otras, revueltas, recuerdo la noche anterior. Yo ya la había notado antes, y ella ya me había invitado a salir. Yo no podía –o no quería– ir. Ella ha seguido insistiendo, y finalmente nos encontramos ayer en un café del centro. Me hartó enseguida con su plática. Todo en ella me pareció artificioso, ensayado. La descifré en pocos minutos (es de esas tipas que ha desperdiciado su vida en hoyos fonqui y tiene por amigos a una bola de imbéciles que conforman o están alrededor de los imbéciles grupitos de rock pseudo artístico con ínfulas de grandeza que se fusilan música, ideas y hasta el look prefabricado de todo lo que está de moda en Milán o Nueva York) y pensé en pararme y dejarla hablando sola –algo que hice en cierto modo, aunque no físicamente–, pero la poderosa sexualidad que destilaba por cada uno de sus poros me mantuvo sobre la silla, de lo que no dejo de estar arrepentido.

El cabello –me di cuenta más tarde– le apestaba a marihuana y cigarrillos. La marihuana por sí misma no apesta, pero al ser absorbida por el cuerpo y expulsada por las glándulas sebáceas del cuero cabelludo, hace que en el pelo se forme una delgada capa de suciedad con un olor muy específico, nada agradable.
El sexo fue largo, salvaje y sucio, casi doloroso; decadente, pero no por ello menos placentero. No sé en qué momento de la noche ella decidió quedarse a dormir, y yo tuve que soportar su asqueroso cabello en mi cara y –lo que tal vez sea peor– en mi almohada. No quería dejar que fuera a bañarme, pero al final lo logré: ella estaba ya dormida. Cuando volví, tuve mucho cuidado para no despertarla, pero ella lo hizo de todos modos y tuve que coger con ella de nuevo. Esto se repitió en varias ocasiones hasta que salí de la casa, casi con ella colgada, desnuda, de mi cuello. Estuve a punto de perderme la salida del sol (esto nunca me ha pasado).

Ahora tengo sueño y se me hace imposible leer los libros que compré esta mañana. Me quedé dormido tras comenzar a leer Fantasmas. Me provocó una sensación de déjà vu. Tal vez ya lo haya leído antes. Al despertar huelo la cena. El sol se pone a través de la ventana que tengo a mis espaldas y toda la habitación se tiñe de rojo. No puedo creer que ella siga aquí, pero no sé cómo decirle que se vaya. Me llama a cenar. Esto es inaudito, pienso. Ella luce más vieja que hace un rato, aunque bien puede ser la falta de maquillaje. Al menos ya se bañó. Tiene puestos unos pants y una sudadera. No puedo evitarlo y le pregunto si piensa quedarse a dormir. Ella se ríe y dice que sí. Eso definitivamente me molesta y lucho por no hacerlo notable. Me pregunta qué libros compré hoy; ante mi estupefacción, replica que es martes y, tras repetir la pregunta, dice que me vio entrar con la bolsa de una librería. Le respondo a regañadientes. Al entrar al baño, mientras me desnudo frente al espejo pienso que tal vez no es tan malo que ella se quede. Percibo un par de canas nuevas y que ya me toca rasurarme y saco el rastrillo del botiquín. Ella abre ligeramente la puerta del baño y dice que esperará en la recámara. Extrañamente esto no me molesta, y pienso que tal vez pudiese acostumbrarme. Me levanto de la tina, quito el tapón y abro la regadera para darme la segunda enjabonada. Ella vuelve a asomarse y me dice con ternura que he olvidado nuevamente tomar mi medicina. Asiento sin hacerle mucho caso. Salgo, por fin, del baño, que está lleno de vapor.

La noche se ha tornado fresca de repente.

jueves, 27 de agosto de 2009

Decisiones

Xalapa, ya lo he dicho, ha sido muy generosa conmigo en el aspecto humano. He aprendido mucho aquí (o al menos quiero creer que lo he hecho); he pasado aquí varios de los mejores momentos de mi vida. En Xalapa he amado perdidamente, sin remedio ni esperanza; he amado profundamente, con alegría y encanto; amo silenciosamente con ilusión y fantasía.

He pasado también algunos de los peores momentos de mi vida, de los que, por suerte, y gracias en buena medida a los más cercanos a mí, pude entrever el camino, aprender y seguir. Me he vuelto desprendido en estos años; mis afectos, mis querencias, mis gustos (mis culpas, mis manías, mis embrujos) se alejan ya sin lastimarme.

Ha sido generoso este lugar. Me ha dado, por sobre todas las cosas, amigos. Amigos entrañables, amigos imposibles; grandes y fantásticos amigos. Amigos reales, de los que normalmente se cuentan con los dedos de una mano (y aunque no sean muchos más que esos, lo parecen).

No me voy de aquí porque quiero, ni de la manera en que lo hubiese preferido. Me voy porque se ha vuelto necesario. Porque lo pospuesto por tanto tiempo se ha hecho urgente. Porque lo preciso y lo requiero. Acaso estaba esperando sin saberlo la última pieza que faltaba para esta, mi eterna búsqueda: por fin encontré (aun sin buscarlo) lo que me hará necesario regresar.

martes, 25 de agosto de 2009

Fin de semana

Tiempo a solas con mi padre. Hacía mucho tiempo que no pasaba. Una buena película; largas pláticas, lentas, tranquilas, agradables. De mis planes, de la vida, de dios y la divinidad. Supongo que era tiempo.

Cuando estoy con él recuerdo lo mucho que nos une; cuando no, normalmente me cuesta trabajo recordarlo.

Desde hace meses he comenzado a ver en mí la necesidad latente de estar cerca de él. En mi último viaje a México me pareció verlo claramente en el metro. No era él, sino un hombre de unos diez o quince años más, bastante más delgado, pero con un aire que lo hacía verse similar. Recordé que las últimas veces que lo había visto se notaban ya las marcas que el tiempo ha dejado en sus facciones, en su cuerpo: sus fosas nasales, sus ojos y las ojeras bajo ellos, la papada, la incipiente joroba en la espalda...

Tiene un nosequé de tétrico ver a los padres envejecer, como una premisa de la muerte que se acerca, inexorable.

viernes, 14 de agosto de 2009

El don del futbol

Una aflicción verdadera nos hace más accesibles a la dicha, y es
natural que así suceda, pues de lo contrario el dolor nos mataría.

DICKENS


Romarinho Fossiccella nació para jugar al futbol. Fue el noveno de catorce hijos de una familia de clase baja en Río de Janeiro. Su padre, un comerciante italiano venido a menos, abandonó a su familia cuando Romarinho tenía apenas 9 años, dejándolos en la miseria absoluta. Su madre, de nombre Elvira, se vio obligada a mudarse con todos sus hijos a una paupérrima favela, susbsistiendo como tejedora y vendedora de hamacas.

Romarinho nos cuenta en una de sus entrevistas más famosas (con Ricardo Nunes, en septiembre de 1953 para Mundo Futebol): "Yo solía acompañar a mi madre en sus ventas; la ayudaba a cargar las hamacas; ella lloraba durante todo el camino y también durante las transacciones unas lágrimas enormes --yo juraba ver las marcas que habían dejado en el polvo cuando volvíamos--. Había sido criada como hija de familia; tocaba el piano, ¿sabes? Los hermanos mayores cuentan que antes de que lo vendieran se reunía toda la familia alrededor de él a cantar viejas canciones. Ella no estaba a costumbrada a esa vida de comerciante, pero se vio obligada por la situación: catorce hijos ¿sabes? Cuando le preguntaban cuántos hijos tenía, ella, después de contestar, mascullaba algo, que yo siempre había interpretado como una maldición. Muchos años después vine a saber que ella repetía unas palabras del argentino Borges, ¿sabes?, del cuento aquel 'La casa de Asterión'; ella decía: 'sobran motivos para inferir que en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos'... En fin. En esas largas caminatas con las hamacas que mi madre había tejido a cuestas, yo me hice la promesa que tan pronto tuviera la edad suficiente para buscar el dinero por mí mismo, mi madre no volvería a pasar por esas penas. Y ya ves... Si en verdad, como dices, fui bendito con el don del futbol, debe haber sido para sacar a mi buena madre de la pobreza".

viernes, 7 de agosto de 2009

Hoil

427. MERIDANO.
Gentilicio de Mérida; fuera de Yucatán todos nacimos en Mérida, porque si uno mismo no miente, diciendo que nació en Mérida, es nuestro interlocutor el que se encarga de decir la mentira. -¿Yucateco? De Mérida, ¿verdad? -Sí, de Mérida- reafirma un nativo de no importa qué aldea. Meridano en maya se dice HOIL, de T-HO', antiguo nombre prehispánico del centro ceremonial sobre el que se fundó Mérida e IL, sufijo de relación genitiva o de oriundez; lo contrario de meridano, que es un privilegio para el yucateco, es ser de un pueblo, ser poblano; del mismo modo antiguamente, si se era meridano, había que ser "gente del centro" o de lo contrario si era "barriano o gente de barrio o del barrio"; esto último equivalía a "vivir fuera del adoquín"; - ¿Por qué te llevas con Fulano? ¿No sabes que vive fuera de adoquín? O lo que es lo mismo fuera de la zona central pavimentada. (V. ADOQUINADO, DA).


originalmente, de Jesús Amaro Gamboa en su columna "Diálogo", del Diario del Sureste, que se publicó del domingo 6 de marzo al domingo 27 de noviembre de 1988. Yo lo obtuve de la página de la UADY.

Raindrops

jueves, 6 de agosto de 2009

One side will make you grow taller and the other side will make you grow shorter (o San Isidro)

(Segunda parte de Esbetunes y Paquello salieron a la montaña)

[Me encontré con este viejo texto en la oficina; lo comparto, pues, con todos]

Tras considerar por un instante la futilidad de cualquier enunciación relativa al estado reflexivo y a la mágica iluminación a la que llevan —e incluso, reprocharse a uno mismo la necedad al intentar hacerlo—, quedan solamente los destellos, las formas y las danzas, los cantos, los colores y la intensa satisfacción de saber que el universo respira con nosotros: la energía innata, el fuego interno, el resabio del aroma del incienso que nos ofrecieron hace miles de años, cuando fuimos dioses.

Cualquier palabra es vana, por su artificialidad, por su naturaleza de constructo. No hay, no puede haber palabras mágicas. Mucho menos palabras divinas, que prodiguen la existencia, que promuevan la virtud. Nada dicho, nada escrito, ni siquiera la poesía, puede siquiera asemejar la sensación de reconocerse de nuevo en todos los elementos que componen al mundo: aire, agua, fuego, árbol, piedra, hueso, carne. Todo en sí y no las palabras que lo nombran —las palabras, más bien, con las que lo nombramos—. Una misma y única pasión invade ese ente perfecto, ese Behemoth terrenal, gólem de sangre, construido a imagen y semejanza de cada uno de sus componentes.

Lo mismo que nos nombra y nos aprehende; lo mismo que nos permite conocer, nos restringe, nos destroza, nos ahoga con sus trazos, con su reducido número de sonidos defectuosos, de imperfectas estructuras, tan lejanas del idioma original que utilizaron los ancestros y que sigue latente en el resto de las cosas. De nuevo, olvidar todo lo dicho, lo recorrido. Olvidar el sueño y el cansancio y dejarse llevar.

Acaso la música, la más primigenia —también, acaso, la más pura— de las formas de arte, pueda, si no describir (después de todo, ningún sentido tiene el intentarlo), sí convivir en tiempo y en espacio con todo lo demás, marcando las pautas (de nuevo, no per se, sino mediante la perfección de su armonía) de esa soberbia, inconcebible respiración universal.